Detrás del intento de censura a periodistas liderado por el diputado macrista Waldo Wolff, se esconde una trama que conduce a todos los actores y responsables del espionaje ilegal.
Tres semanas después, dicho dúo –junto a otros legisladores macristas– volvió a ser, diríase, trending topic por su antojadiza denuncia contra la titular de la Defensoría del Público, Miriam Lewin, a raíz de su proyecto de crear un Observatorio de la Desinformación. Un embate arruinado por el torpe ímpetu del fiscal Carlos Stornelli, cuyo dictamen mereció el rechazo de la jueza María Eugenia Capuccheti por no valer ni como monografía escolar.
Pero el señor Wolff –esta vez con sus camaradas de bancada Álvaro de Lamadrid, Fernando Iglesias y Jorge Enriquez– sorprendió al mundo con otra denuncia, ahora contra los periodistas Roberto Navarro, Ari Lijalad y Franco Mizrahi, del portal El Destape. El motivo: haber difundido información sobre Actas de la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), reunidas en un bibliorato, sin proteger la identidad de los espías allí mencionados. Otro disparate, dado que la acusación es falsa y malintencionada. Entre otras razones, porque todos los nombres y datos secretos del documento se mantienen bajo reserva, y sus registros originales están debidamente intervenidos con tachaduras. Además, puesto que el diario Clarín también reprodujo partes del documento, al igual que otros medios, la intención de enjuiciar solamente a El Destape, y no a esos otros medios –tal como incluso lo reconoce el autor del artículo de Clarín, Alejandro Alfie–, no tiene otro propósito que aplicar sobre ese portal un acto censura. Precisamente en este punto aquel zócalo de TN deja de ser gracioso para adquirir un significado paradojal: el señor Wolff preside nada menos que la Comisión de Libertad de Expresión de la Cámara Baja.
Pero bien vale poner el foco sobre el documento en sí. Porque, más que poner en vilo a la llamada seguridad nacional, contiene todas las constancias burocráticas del espionaje ilegal efectuado por el régimen macrista. En otras palabras, se trata de una auténtica bitácora del lawfare en la Argentina. Y con historias que conducen a otras tramas.
Por caso, en las actas constan las funciones asignadas al ex comisario de La Bonaerense, Ricardo Bogoliuk, incorporado como agente –según su letra– entre mayo de 2017 hasta fines de ese año. Se trata del mismo hombre que el juez Alejo Ramos Padilla mantiene procesado en el expediente que investiga al espía polimorfo Marcelo D’Alessio. Aquel documento también especifica la subordinación de ambos a Pablo Pinamonti, quien aparece como jefe máximo del espionaje ilegal en la provincia de Buenos Aires, cuyo nombramiento en la AFI figura en el bibliorato con categoría “D”, que se aplica para el personal de conducción del organismo. Todo tiene que ver con todo.
Otro dato de interés es la designación de Juan José Gallea como director de Administración y Finanzas de la AFI. Desde allí reportaba directamente al jefe máximo, Gustavo Arribas. Dicho sea de paso, aquel tipo había sido el gerente general del Grupo Veintitrés, dirigido por vaciador Sergio Szpolski, después de haber manejado el dinero de la SIDE durante la era Fernando de la Rúa. De aquella época atesora un simpático recuerdo.
Esta historia arrancó a principios de 2000, cuando el jefe de Compras de la SIDE, Daniel Salinardi, fue notificado de su despido. Recibido por Gallea para tratar su indemnización, extendió una montaña de comprobantes, recibos y títulos de propiedad, y dijo: “Todo esto es mío”.
El tipo era el testaferro de la SIDE. Y figuraba como titular de Osgra, la sociedad propietaria de todos los bienes del organismo: unos 25 inmuebles y otras tantas empresas. El asunto se complicó cuando su ex esposa, en trámite de divorcio, empezó a reclamarle lo que consideraba su parte del patrimonio conyugal. O sea, la mitad del tesoro edilicio y financiero de la SIDE. Al final, de mala gana, el entonces Señor 5, Fernando de Santibañes, ordenó compensar a Salinardi con una jugosa pila de billetes.
Las actas de la AFI macrista permite reconstruir todas las contrataciones de los agentes –que aparecieron luego en causas donde se investiga el fisgoneo ilegal– y los cambios en la agencia por revelaciones periodísticas o judiciales. Un caso testigo, el de Eduardo Miragaya, un fiscal que durante el macrismo tomo licencia para convertirse en espía. De modo que –tal como consta en la documentación del organismo– desembarcó allí en junio de 2016. Su cargo: director de Inteligencia sobre Delincuencia Económica. En su breve paso por la AFI negoció la entrega en Paraguay del narco Ibar Pérez Corradi, participó en la impostura que pretendía instalar una reunión inexistente entre CFK con el juez federal Sebastián Casanello, y manipuló al abogado del hijo de Lázaro Báez para incriminar a la ex presidenta, además de no ser ajeno a la maniobra que temporalmente desplazó, con una imputación falsa, al entonces titular de la Dirección General de Aduanas, Juan José Gómez Centurión.
Las actas también revelan que la AFI macrista conservaba en el Líbano un agente infiltrado allí hacía unos tres lustros. Es decir, su llegada a Beirut se remonta a la época en que Horacio Stiuso era jefe de Contrainteligencia de la SIDE. Habría que preguntarse entonces si el espía MR (Tiempo pone solo sus iniciales por protección) estaba a sus órdenes o en realidad reportaba a la CIA o la Mossad, agencias para las que Stiuso fungía de apéndice local. Según una fuente consultada para este artículo: “MR se mueve en la sociedad libanesa como pez en el agua, y allí opera Hezbollah”.
¿Acaso el terrorismo islámico era un objetivo de la alianza Cambiemos
o infiltrar espías en conflictos ajenos fue un modo PRO de regresar al mundo?
Tal vez el diputado Wolff tenga una respuesta al respecto.
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