Argentina va a las urnas con una mezcla de angustia y esperanza. La razón de la angustia es obvia: más de la mitad del país es pobre o apenas llega a fin de mes. Pero en vez de desahogar el hartazgo en las calles, como está ocurriendo en varios países de la región, los argentinos se expresarán a través del voto, en un gesto de esperanza que a la vez es síntoma de maduración democrática e institucional.
Y eso que el país lleva tiempo bajo condiciones objetivas de estallido social. El rebrote del hambre, la sostenida espiral inflacionaria, la brutal reducción en el poder de compra de los salarios, la persistente inestabilidad financiera, el desempleo creciente y el derrumbe del sistema productivo alimentaron un volcán que se mantiene inactivo gracias al aporte de dos elementos con mala prensa: política y organización territorial.
La Argentina no fue Chile -donde el hastío contra la desigualdad intrínseca al modelo neoliberal desató una revuelta histórica-, porque luego de la crisis de 2001 se consolidó una amplia red de contención social que provee salud, educación, planes de empleo cooperativo y la asignación universal a la niñez, entre otros programas que la derecha estigmatiza y denuesta cuando debiera agradecer: esa contención permite que las élites gocen de su opulencia con relativa tranquilidad.
Ni siquiera el gobierno macrista -reactivo a igualar posibilidades- pudo desmontar ese entramado de subsistencia que, aún con deficiencias y vicios de funcionamiento, contiene a los sumergidos del sistema.
Otra lección aprendida de aquel estallido fue la importancia de sostener el sistema de representatividad. La revitalización de la política durante la era kirchnerista acercó a la dirigencia con vastos sectores de la sociedad que venían de gritar “que se vayan todos”. La identificación con espacios de representación política tuvo consecuencias virtuosas -como la energizante incorporación de cuadros jóvenes a la militancia y a la función pública- y otras tóxicas, como la resurrección del odio y el conflicto irracional.
El macrismo se sirvió del odio para ganar la elección de 2015 y alumbrar la princesa plutocracia consagrada por el voto popular. El detalle electoral provocó la ilusión óptica de que se trataba de una “derecha democrática”, pero pronto se comprobó que era una restauración conservadora pura y dura que llegó para ejecutar su repertorio habitual: transferencia regresiva de ingresos, saqueo institucionalizado y control social represivo. Un proyecto de clase que naufragó por impericia y un error de diagnóstico garrafal: menospreció el poder de reconstrucción del movimiento popular.
Según se vio en la PASO, la unidad de la oposición peronista funcionó como termostato frente al recalentamiento del clima social. Reguló la temperatura de la calle mientras horneaba una compleja alternativa política al plan neoliberal, que el presidente prometió ejecutar «más rápido» en caso de ser reelecto.
Ciertos artefactos usan válvulas de escape para liberar presión cuando un fluido supera el límite de lo tolerable. Hoy se sabrá si las urnas, en la Argentina, funcionan de manera similar.