Es un ejemplo extremo, pero de una tendencia real que afecta a cada vez más amplios sectores de la nueva clase trabajadora, especialmente en la rama de los servicios que se tornan cada vez más estratégicos para la valorización del capital.
Por supuesto que la innovación viene acompañada, en primer lugar, de un relato que pretende confirmar el discreto encanto de la burguesía: la irresistible tentación de la nueva «economía colaborativa» que cumple el sueño de convertirte en «tu propio jefe». Te permite transformarte en un socio voluntario dentro de una relación horizontal y en un maravilloso mundo en el que podrás disponer de tus tiempos. Una sociedad de emprendedores libres y asociados donde todos somos iguales con un único detalle: algunos son más iguales que otros. Un paraíso que te permite abandonar el territorio gris de la clase trabajadora y escalar, como por arte de magia, hasta formar parte de la blanca y radiante «nueva clase media». Un delivery de American Dream en tu celular y al alcance de tu mano.
La realidad es que estamos en presencia de la expansión explosiva de nuevos trabajadores precarios, víctimas de lo que el investigador brasileño y especialista en estudios del mundo del trabajo Ricardo Antunes denominó la nueva «esclavitud digital». En el libro recientemente publicado por el referente del Frente de Izquierda, Nicolás del Caño, y dedicado a la precarización de la juventud, se informa que «a nivel internacional, el sector crece cada vez más. Para el 2020 se espera que el 40% de la clase trabajadora de EE UU sea ‘contratista independiente’, y la Comisión Europea dice que en ese continente las plataformas facturaron 28 mil millones de euros en los últimos años» (Rebelde o precarizada. Vida y futuro de la juventud en tiempos de FMI, Ariel, 2019).
Lejos de la promesa liberadora, la uberización provoca una efectiva subordinación laboral a la que se agrega la incertidumbre que generan los algoritmos en la asignación de tareas o requerimientos, el salario vinculado a una productividad que depende de un software, y lo que llaman un contrato de «hora cero». Jornadas laborales que no tienen límite y borran, entre muchas otras cosas, la frontera entre el ocio y el trabajo.
La presentación de esta problemática como si fuese el producto ineludible y natural del avance técnico tiene un alto componente ideológico de clara raigambre neoliberal. La lógica argumental no es muy diferente a la utilizada históricamente ante transformaciones tecnológicas: siempre implicaban, para los empresarios, la necesidad urgente de cambiar las relaciones laborales en detrimento de los derechos sociales. La intermediación digital seguramente es un factor muy potente, pero no necesariamente determina la forma social que debe adquirir. La afirmación acerca de lo «inevitable» de los cambios regresivos tiene el objetivo de que se acepten las nuevas formas de esclavitud en el empleo como producto de una evolución natural. Y esto tiene implicancias para toda la clase obrera porque los contratos de «hora cero» y con «derechos cero» son la utopía patronal en nuestro país y en el mundo. No es casualidad que las reformas laborales fogoneadas –con mayor o menor éxito– por los gobiernos de Brasil, Francia o Argentina apunten hacia esa dirección.
Lamentablemente, las organizaciones sindicales tradicionales no pusieron mucho empeño en organizar a estos sectores de la clase trabajadora. O, por lo menos, no el mismo que pusieron los empresarios para convertirlos en una nueva masa de explotación, ciudadanos de segunda y habitantes de un planeta digital libre de derechos laborales.
Pese a estas adversidades, los nuevos contingentes del precariado vienen protagonizando rebeliones o procesos de organización en el mundo (y también en la Argentina) que cortan con tanta dulzura oculta en las narrativas de la nueva economía colaborativa, se colocan como parte de la clase obrera y ante una alternativa de hierro: rebelde o precarizada. «
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