Temor y temblor, las consecuencias se desataron con celeridad: carta de Cristina, cambios de gabinete y exposición a cielo abierto de las diferencias sobre el rumbo económico y la gestión que anidan dentro del Frente. Las razones de la derrota ya han sido fatigadas por los analistas: la bandera de la educación pasó a manos de la oposición, la inflación, la inseguridad, el manejo de la pandemia y el menosprecio de ciertas demandas vinculadas con la libertad de circulación. Algunas de estas cuestiones se han replicado en otros países, generando crisis políticas y condiciones de posibilidad de surgimiento de “nuevas” derechas. Nuestro drama, no obstante, es mayor: el derrotero de los últimos años es un largo invierno de acumulación de pobreza y exclusión.
Ayer las metáforas cambiaron: “respiro” fue la privilegiada para definir el acortamiento de la diferencia, en especial en PBA, y el relativo mejoramiento de los números en comparación con las legislativas de 2017. Las razones del repunte serán motivo de interpretación para catalogar y definir aciertos: las alianzas con intendentes, las iniciativas económicas, el incremento de la participación electoral, entre otras. Sus efectos parecen ahuyentar los pronósticos catastrofistas de grandes rupturas y cataclismos, que por otro lado se desataron antes.
El resultado de las PASO aceleró una diferencia inicial y una crisis de personalidad en el Frente de Todos que quizá no desaparezca completamente. Esquematicemos: peronistas anti Cristina Kirchner y peronistas a favor de la vicepresidenta, con sus respectivos sectores aliados, acuerdan en la falta de rumbo claro, en la molestia por los titubeos que no dejan contento a nadie (resonancias en el norte: las distintas fracciones del partido demócrata acusan de lo mismo a Joe Biden). Este acuerdo podría leerse como una buena noticia de Moncloa sobre lo falta para los años restantes, pero rápidamente se adivinarán los problemas: el contenido concreto de ese rumbo no será el mismo para “cristinistas” y anti “cristinistas”, con todo lo que conlleva la elección de un camino y que, sabemos, es motivo de algunas controversias dentro de la coalición; qué hacer con el FMI, con el dólar, con los sectores concentrados de la economía, con la política de subsidios.
Para usar una retórica extenuada y en desuso: todos acuerdan con que falta un significante por encima de las fracciones que aglutine las particularidades, pero se pospone la discusión por afirmar una opción concreta. Los elementos comunes (la apuesta por el trabajo y el crecimiento) han sido golpeados por la crisis y las desavenencias. En ciertos microclimas virtuales las diferencias cobraron un tenor identitario, el peronómetro se avivó y se multiplicaron los chivos expiatorios y los culpables: la “agenda de género”, por ejemplo, o los radicales dentro de la coalición.
En buena medida, devaneos estériles: de ahora en más, la concretización de un núcleo que estimule el apoyo de todos los sectores de la coalición gobernante o, a la inversa, que anime discusiones internas, no puede seguir siendo reemplazada por la celebración de la mera pluralidad peronista o, peor, por los conteos de costillas superficiales e identitarios. Hay que hacerse cargo de una vez del tenor de los problemas que se avecinan, y eso es difícil no sólo por la magnitud de la crisis, sino por el momento particular que atraviesa el peronismo: los subjetivados políticamente en el gobierno de Néstor vivieron la experiencia histórica de superávits gemelos; los que se sumaron o siguieron bajo el influjo de Cristina, la experiencia del peronismo como propulsor de derechos y expansión del gasto. En este momento, la economía del período 2011-2015 ha sido objeto de revisión crítica desde varios sectores. La propia vicepresidenta lee el famoso texto de Diamand sobre el péndulo argentino, que muestra las fallas y los límites de las decisiones económicas denominadas “populistas”. Estas capas superpuestas de subjetivaciones políticas y periodos económicos dan lugar a varios atolladeros y diferencias.
El contexto post pandémico dejó su saldo de precarización de la vida y desigualdad acentuada, y un panorama político que abrió su lugar para los predicadores aguerridos que rutilan sobre un grueso de la población sumida en el desánimo, cuyos síntomas son ciertas emergencias de la famosa crisis de representación y la “antipolítica”: la baja participación electoral es una de esas manifestaciones.
Mientras la oposición de Juntos parece estar bendecida por la fuerza religadora del desprecio -aunque se avecinan también sus conflictos de cara a 2023- se dice que es difícil encender la chispa del entusiasmo en el frente gobernante. Sin embargo, algunos atisbos permiten mostrar, por lo menos, una tregua: ante la insidiosa amenaza de inestabilidad en el dólar y luego de los resultados, el presidente mencionó el envío de un nuevo presupuesto que incluye un acuerdo con el FMI consensuado, según afirmó, entre todos los integrantes del Frente, acuerdo que no incluiría un ajuste como variable. Este anuncio, de concretarse, iría a contrapelo de la Cristina destructiva que se azuzó en los medios en estos días, e iría en línea con la solicitud racional y responsable de ordenar la macro y cerrar un acuerdo con el Fondo. Convidados a la mesa estuvieron también la CGT y los empresarios, con la finalidad de robustecer la posición gubernamental ante el problema de la deuda.
El conato acuerdista que necesita la estabilización económica ya se visualizó en el discurso del presidente. La figura de la vicepresidenta es en estas horas un tanto enigmática pero para los que no compramos su figura de Atila, no tanto; Cristina no ha dado muestras de romper su ética de la responsabilidad: ya aclaró en su misiva que no será una Chacho Álvarez, aunque es esperable ver pugnas que, bien administradas, pueden redundar en un fortalecimiento del peronismo, previo paso por la revisión de la famosa y tan mentada “correlación de fuerzas” puertas adentro.
Los desafíos del gobierno están claros, y se cursarán en un contexto de recuperación económica que no trae simplemente de suyo revertir la precariedad de la vida del mundo trabajador, cada vez más multiforme, ni repartirse grácilmente de forma equitativa. La pregunta, que no debe ser sólo respondida por el ejecutivo ni los líderes políticos, es qué lugar habrá para el peronismo en su faceta más distributiva y, por lo tanto (es inevitable), conflictualista, quizás en un punto incongruente con la necesidad de pactos de cara a la negociación con el Fondo. Esa pregunta es indisociable del lugar de la vicepresidenta y sus aliados, y quizás parte del desafío es poder sostener esas tensiones en cada una de las discusiones específicas, pero mantenerlas en un plano que no necesariamente ponga en jaque una unidad que, si no nace del amor, debería seguir siendo parienta del espanto.
Son tiempos turbulentos en los que ciertos pasajes del discurso electoral de Perón en febrero de 1946 sorprenden por su actualidad: los problemas sociales actuales necesitan de una democracia real, y no de una apariencia de democracia; la democracia real mejora el estándar de vida de los de abajo para liberarlos de las coacciones de un sistema que, lejos de liberar a los trabajadores del yugo estatal, está cada vez más aceitado para controlar los cuerpos y los estados de ánimo.
Ayer, al calor de los resultados, los memes y las conclusiones apuradas, un usuario de Twitter llamado Gonzalo Ismael me comentaba “Todos los análisis serán válidos: avance de la ultra derecha y de la izquierda, derrota contundente y resurrección del peronismo en simultáneo”. Inmediatamente recordé esa frase de Mao con la que juguetea y piensa Slavoj Žižek en su último libro: “Hay un caos bajo el cielo, la oportunidad es excelente”. Lejos de ese optimismo, el caos post pandémico parece ser simplemente el desorden de las pasiones tristes sin nadie que pueda erigirse en el gran profeta de la buena nueva.
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