Era el 29 de noviembre de 2018 cuando el juez federal Gustavo Lleral se comunicó por teléfono con la madre de Santiago para decir: “Estoy siendo extorsionado; apretado para que cierre la causa. Por eso debo hacer esto”. Así, el expediente quedó congelado.
En resumen, el tipo usó en su sentencia unas 263 fojas para explicar que Maldonado se “hundió” por una “sumatoria de incidencias” y que estas, pese a ocurrir durante una represión atroz y desaforada, “no constituyen delito”.
Aquel argumento le permitió a Patricia Bullrich –la máxima responsable política de dicho asesinato– una zambullida en agua bendita. “La desaparición de Maldonado –dijo entonces– fue una construcción mediática”. Y con tonito de desquite, agregó: “La verdad le ganó al relato”.
Ahora, tanto ella como Noceti deberían comenzar a preocuparse por el asunto. Porque el pasado 19 de abril, la declaración de una “testigo protegida” (cuyos datos no serán revelados en este artículo) ante el fiscal federal Federico Baquioni Zingaretti derrumbó la versión oficializada del “ahogo accidental” y la posterior aparición forzada de Maldonado en una orilla del río Chubut.
A pedido del fiscal, ese testimonio quedará “reservado” por Lleral hasta que la Corte Suprema resuelva su recusación, pedida por la querella. No es un dato menor que haya sido realizado por una empleada civil de la Gendarmería, que integraba el personal de salud del Escuadrón 36 (E.36), de Esquel.
La síntesis de sus afirmaciones son: haber oído de dos suboficiales del E.36 que “detuvieron a una persona, la habían interrogado y se les fue”. Que el ejecutor de Santiago fue un suboficial apodado “Ahumadita”. Que la orden de matarlo la había impartido el subjefe de esa unidad, Juan Pablo Escola (a) “Chuqui”. Y que este, luego, le pidió que guardara una cajita con una pistola, celulares y un trapo sucio. También manifestó haber oído –por boca de otros suboficiales– que semejante desenlace ocurrió en un destacamento –diríase– clandestino, ubicado en la Estancia Leleque, del millonario italiano Luciano Benetton, cuya existencia hasta ahora se mantuvo en el mayor de los secretos.
Pues bien, en la edición de Tiempo del 27 de agosto de 2017, quien esto escribe reveló aquel mismo dato en un informe titulado: “Gendarmería opera una base informal en el casco de la estancia de Benetton”. Al respecto, allí se afirma: “En la estancia Leleque, de 90 mil hectáreas al noroeste de Chubut no solo hay una comisaría de la policía provincial abocada exclusivamente a su custodia sino también una base logística de Gendarmería sobre el casco; o sea, dentro de dicha propiedad privada”.
Y tras un par de párrafos, se lee: “Más tangible fue su presencia (la de Noceti) al mediodía del primer martes de agosto (el día del crimen) así como lo atestigua una foto suya en la Ruta 40, a la altura de la tranquera. Poco antes, un gendarme había gritado no lejos de allí: ‘¡Tenemos a uno!’. Y ahora, con gesto ceñudo, el funcionario departía con un oficial”.
Un lustro después, la declaración de la testigo coincidiría exactamente con aquellas circunstancias.
En este punto es necesario retroceder al día anterior a los hechos.
Ese lunes, en representación de la ministra, Noceti convocó en un salón del hotel Cacique Inkayal, de Bariloche, a jefes de todas las fuerzas federales y provinciales con asiento en Río Negro y Chubut; entre ellos, los titulares de los Escuadrones 35 y 36, además de sus secretarios de Seguridad. Ese selecto auditorio asimiló su arranque no sin un gran azoro: “¡Si la violan a mi mamá, voy a actuar!”. Así, con la voz en falsete, resumió su plan de “provocar” una situación de “flagrancia” en el territorio mapuche de Cushamen para embestir contra sus pobladores sin la burocrática intermediación de un juez. El tipo se exhibía fanatizado y torpe. Se tropezaba con las palabras. Es muy posible que algunos de los asistentes al cónclave advirtieran en sus dichos el germen de un acto irreparable. De hecho, los funcionarios provinciales y los jefes de sus policías se desmarcaron del desequilibrio de Noceti al punto de esquivarlo a partir de entonces, además de no participar en ningún operativo. Pero ese no fue el caso de los gendarmes, entre los que estaba su jefe, Gerardo Otero, y el ya mencionado Escola.
A primera hora del martes Noceti partió de Bariloche en una camioneta blanca con una tira de lucecitas led en la trompa. Cerca de las 11:30 se detuvo ante la tranquera de la Lof al ocurrir el virulento ingreso de la Gendarmería.
Horas antes había salido de allí un automóvil hacia al sur. Entre sus tres ocupantes estaba Soraya Malcoño, la vocera de la comunidad mapuche. Ellos querían difundir en Esquel la inminente intrusión represiva en aquel territorio. No pudo ser; el vehículo fue obligado a frenar por un retén de aquella fuerza en la Ruta 40, a la altura de la entrada a la estancia Benetton.
Esas personas estuvieron “demoradas” hasta la caída de la noche. Y ello las convirtió en espectadoras privilegiadas de la retaguardia del operativo.
Ya eran las 17 cuando Soraya vio a Noceti al frenar su camioneta a la altura de la estancia. Entonces bajó para conversar con los gendarmes.
Santiago Maldonado ya estaba muerto.
Noceti lucía traje gris y sobretodo oscuro. Con tal vestimenta en medio del paisaje cordillerano, su figura pasaba tan desapercibida como una tarántula en un plato lleno de leche. Así fue fotografiado a hurtadillas por un reportero gráfico. Esa imagen contribuiría a su vidrioso rol en el crimen. Una situación que, por cierto, ahora vuelve a expandirse como una mancha venenosa.
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