La pandemia desnuda la gestión clasista de Rodríguez Larreta
Por: Dardo Castro
El filósofo transgénero Paul Preciado dice que cada sociedad puede definirse por la epidemia que la amenaza y por el modo de organizarse frente a ella. La progresión de la peste en la Ciudad y el Conurbano bonaerense desnudó la grieta en toda su atroz y verdadera magnitud. Cómo impacta la disputa por la distribución de la riqueza para definir quién paga la crisis.
Hace un año, Cristina Fernández de Kirchner asombró al país con una novedad que nadie había podido siquiera conjeturar, cuando anunció que ofrecía su nombre y sus votos para integrar en segundo lugar una fórmula presidencial que encabezaría Alberto Fernández. Con esa decisión, coincidiría todo el mundo, CFK allanaba el camino para la unidad del peronismo y aseguraba la derrota del macrismo, que de todos modos no hubiera podido culminar un segundo mandato sin graves convulsiones sociales y económicas. Eso sin contar la peste: Mauricio Macri no hubiera tenido ni la voluntad de trabajo, ni la capacidad cognitiva, ni la comprensión de la complejidad de la crisis para conducir el país en medio de la pandemia.
Desde la histórica victoria del Frente de Todos, la prensa de negocios especuló con un gobierno bifronte, y conjeturó o inventó las proporciones del reparto de poder entre el Presidente y su vice. Ora denunciaba el presunto sometimiento del primero a la segunda, ora celebraba el distanciamiento definitivo entre ambos y el aislamiento de la vicepresidenta, justamente ella, limitada a tocar la campanilla en el Senado. Decenas de comentaristas destacados por los grupos Clarín y La Nación se dedicaron a atisbar el mínimo ademán cuyo significado pudiera ser malversado para reforzar cualquiera de esas farsas.
Los temperamentos diversos de ambos dirigentes, vehemente y enérgica ella, mesurado y contemporizador el otro, alimentaron esa construcción mediática. Curiosamente, esa imagen de Alberto Fernández, que en verdad es fiel a su ya conocido talante, encontró un eco sumamente favorable y multitudinario en una opinión pública que venía angustiada por la economía que no cesaba de caer y por una confrontación política e ideológica a la que las derechas le habían inyectado un espíritu de guerra.
Los aciertos de la campaña contra el virus fueron reforzando el consenso social del Presidente, por más que las clases propietarias y sus agrupaciones políticas y gremiales lanzaron el asedio al gobierno sin perder un minuto, atacando la cuarentena, el control de precios, las retenciones, la emisión monetaria y el ingente gasto social que demanda la crisis. Pero la imagen contemporizadora del Presidente se afianzó con aquella primera escena que compartió con Horacio Rodríguez Larreta, a la que seguiría una relación de colaboración armoniosa con el intendente porteño, que irritó tanto a sectores propios como de Juntos por el Cambio.
No obstante, quedó claro entonces que, dejando a un lado afinidades políticas, las mayorías aprobaban esa colaboración que parecía disolver las abismales diferencias entre una concepción conservadora y neoliberal del poder, la economía y la política; y otra humanista, popular y solidaria, refundada en este siglo por Néstor Kirchner y Cristina Fernández. La sociedad no quiere la grieta, se alborozaron muchos, pero la prensa maliciosa agregaba que el giro benévolo no incluía a Cristina, que, adivinaban, rumiaba en silencio su intransigencia.
Pero la progresión de la peste en la Ciudad y el Conurbano bonaerense mostró la grieta en toda su atroz y verdadera magnitud. El filósofo transgénero Paul Preciado afirma que cada sociedad puede definirse por la epidemia que la amenaza y por el modo de organizarse frente a ella.
El desamparo absoluto seguido de muerte en las villas porteñas, congruente con la indiferencia de un gobierno poblado de funcionarios ineficientes que maltrata y desprotege al personal de salud de los servicios estatales, es el sello de clase de una gestión preocupada solo por los negocios inmobiliarios con la tierra comunal y los contratos municipales con socios y amigos.
La ruptura masiva de las frágiles barreras que dividen a las poblaciones de la ciudad más vulnerables al virus de las del Conurbano en igual situación, desencadenaría una catástrofe humanitaria que no habría forma de detener. El gobernador Axel Kicillof, cuya política sanitaria se apoya necesariamente en 135 municipios (24 de ellos en el Conurbano) de variada envergadura pero igualmente demandantes de ingentes recursos, mantiene, al igual que la Nación, una colaboración sin reservas con el gobierno porteño, a sabiendas de que un conflicto sería fatal para la lucha común contra la peste y que es necesario ampliar al máximo la base de consensos sociales y políticos para homogeneizar masivamente las consignas de defensa de la salud de todos.
Pese a estos gestos destinados a conciliar políticas y acciones, es imposible para nadie ocultar los contrastes. El operativo Detectar, que se despliega en el Conurbano a través de los comités de emergencia barriales, impulsa la participación en red de movimientos y organizaciones sociales, iglesias, clubes, etc., que favorece un estrecho seguimiento de los problemas sanitarios, de violencia familiar y de género y la provisión de alimentos en los barrios populares.
En cambio, en la Ciudad el programa choca de lleno con la falta de recursos sanitarios, alimentos, agua potable e insuficiente personal de salud en las villas, carencias denunciadas reiteradamente por sus pobladores que se traducen en el desesperante crecimiento de los contagios y decesos.
El gobernador Kicillof insiste en negar conflictos políticos con el gobierno porteño, aunque los intendentes del Conurbano, especialmente los del populoso sur, han dicho a viva voz que Larreta cultiva una bomba de tiempo cuya deflagración alcanzaría a todo el AMBA. Por estas y otras razones, en ámbitos de la coalición Frente de Todos se presume una alianza entre el gobierno nacional y el porteño, quizás para mejorar la gobernabilidad hasta que pase la pandemia y la escarpada cuesta de la renegociación de la deuda pública.
De paso, Alberto Fernández lograría aislar a la rencorosa fracción de Macri, Bullrich, Pichetto y el puñado de fundamentalistas que los siguen. La sensibilidad que despierta el presunto pacto en sectores peronistas aumentó con varios nombramientos en áreas del gobierno nacional, firmados por el ministro Santiago Cafiero, de funcionarios provenientes del PRO, específicamente vinculados al ala peronista que encabezaría el ex presidente de la Cámara de Diputados Emilio Monzó.
En verdad, estos descontentos son menores si se los compara con la ola de indignación causada por las revelaciones que involucran a los verdaderos dueños del poder en la Argentina, una clase empresarial transnacionalizada, cuya avaricia parece no tener ningún límite.
A través del Banco Central, la AFIP y el periodismo de investigación se conoció la larga lista de firmas y personas que se dedicaron a saquear los frutos del trabajo y el ahorro de los argentinos para esconderlos en los paraísos fiscales; la de las grandes empresas cuyos directivos y sus familiares, como Clarín y La Nación, cobraron el aporte estatal a los salarios de los trabajadores; los industriales como Paolo Rocca y Miguel Acevedo, de Techint y Acindar respectivamente, que despedían y suspendían trabajadores mientras se beneficiaban con el financiamiento de $33.200 que proveía el ANSES para pagar parte de los salarios, pusieron a la vista de todos la voracidad del capital y el grado de depredación a que fue sometido el país durante décadas.
Es posible que esta visibilización, que en medio de la crisis global desnuda la miseria ética y moral de los dueños de los medios materiales e inmateriales de producción, ayude a crear una fuerza social que se alimente de las luchas de género, de clase y de pueblos que la pandemia vuelve más imperiosas que nunca, para sostener un proyecto que defienda la vida humana en todas sus formas y la naturaleza que la alberga.