A modo de detalle paradójico, la víctima fatal era –según su página de Facebook– fanático de la caza y de la «tenencia responsable» de armas entre la población. Un hábito creciente ante el fantasma de la inseguridad. Pero si algo enseña el sentido común es que ese método de «autoprotección» es proclive a la mala praxis; y como tal, una fuente inagotable de suicidios y malentendidos.
Sobre estos últimos, bien vale exhumar una vieja historia, la del anciano coronel Norberto González, quien convivía con María de la Arena, exesposa del célebre joyero Huber Ricciardi. Todo explotó en la noche del 1º de enero de 1997, cuando la pareja volvía al chalet que alquilaban en Punta del Este. Fue cuando el militar advirtió desde el jardín una luz en el living y una silueta detrás de la ventana. Casi por reflejo, desenfundó su Browning. Y al ver como el presunto ladrón se desplomaba luego del primer tiro, abrió la puerta de una patada, tal vez evocando algún operativo antisubversivo. Pero grande fue su sorpresa al advertir que allí no yacía un malviviente muerto, sino el nieto de su novia. José Ricciardi tenía apenas 15 años.
Desde aquel día las estadísticas registran unos 125 casos similares. Sin embargo es una ínfima cantidad en comparación con otra clase de infortunios acuñados a balazos por tiradores ansiosos, confundidos o inexpertos.
En un tiempo los funcionarios policiales tuvieron la obligación de portar la «reglamentaria» aun estando de franco. Hasta la década pasada, cuando esa norma se tornó optativa. No obstante, un gran porcentaje siguió cultivando tal costumbre. «Uno es policía las 24 horas del día», suele ser la argumentación. Lo cierto es que un uniformado fuera de su horario de servicio es en realidad como cualquier civil. Pero al «enfierrarse» le suma a dicha vulnerabilidad una peligrosa vuelta de tuerca. Dado que no tendrá otra opción que desenfundar en caso de ser atracado, siendo su situación por lo general desventajosa. Aunque no tanto como los que pudieran quedar en medio del fuego cruzado.
Según estadísticas del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), la cantidad de policías de franco caídos en enfrentamientos supera con holgura a los que mueren en servicio. Tanto es así que, sólo en el ámbito porteño y en el Gran Buenos Aires, hubo entre los primeros 28 casos en 2016, frente a nueve caídos en horas de trabajo. Y en 2017 esa disparidad fue de 25 a 14.
A su vez, las disfunciones fácticas ocasionadas por civiles armados para protegerse a veces tienen extrañas derivaciones. He aquí un caso testigo: el camionero Daniel Capristo fue asesinado con nueve tiros el 9 de abril de 2009 en una esquina de Sarandí por un pibe de 14 años, al querer evitar con un revólver el robo del Fiat Palio de su hijo. En principio, lo sucedido fue apenas otro fallido intento de «justicia por mano propia». Pero el azar lo llevó a una situación sin precedentes.
Poco beneplácito habría causado entre los vecinos y familiares del difunto que el fiscal Enrique Lazzari, al llegar al lugar del hecho, dijera del matador: «Es menor, y no se puede hacer mucho». Aquellos ocho vocablos bastaron para desatar un vendaval de golpes sobre él. También fue apaleado en el suelo y hasta recibió un ladrillazo en la espalda, después de que la jauría humana lo persiguiera a lo largo de dos cuadras. Los canales transmitían el incidente en vivo; ante tales circunstancias, el movilero de TN soltó: «Fíjense en la indignación que hay; la bronca de los vecinos es clara y genuina».
Es cierto que cada 96 horas una víctima de robo mata a un ladrón. Pero no en «legítima defensa», ya que en su mayoría se trata de fusilamientos por la espalda, generalmente durante el repliegue del ladrón. Sin embargo, también es cierto que el 79% de los «homicidios en ocasión de robo» ocurren por la resistencia armada de la víctima.
Aun así se discute apasionadamente sobre la conveniencia de armarse para evitar ser víctima de algún delito. Esa polémica persiste y se renueva en estudios de televisión, sobremesas y funerales. Pero bajo ningún concepto tal alternativa parece ser un buen negocio por una dificultad de índole práctica: es casi imposible desenfundar, apuntar y disparar sobre alguien que lo tiene a uno encañonado. Quienes lo intentan usualmente no llegan vivos al segundo movimiento. Las estadísticas son al respecto inapelables. Y la lógica, también. «
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