Se discute intensamente el día después de la derrota del virus fatal, qué ordenamiento económico y social emergerá tras la peste, qué transformaciones vendrán como consecuencia de la expansión del trabajo a distancia y, sobre todo, si la revalorización del papel regulador del Estado en relación al mercado y el advenimiento de nuevas formas de Estado de Bienestar será la impronta de los tiempos por venir. Mientras algunos intelectuales postulan una recomposición del capitalismo que consolide sus privilegios, otros se atreven a imaginar nuevos modelos de organización de la sociedad, quizás un socialismo democrático, como corolario de una masiva toma de conciencia de que las doctrinas neoliberales son la más impiadosa forma de expoliación de pueblos y naciones.
El telón de fondo de este debate es el generalizado sobrecogimiento social no solo frente a la inmediata muerte de los cuerpos sino también a la de las economías, tal como son hoy, esto es a la masiva destrucción de fuerzas productivas y la igualmente colosal desaparición de puestos de trabajo a escala del mundo, como lo prevé un reciente documento de la OIT que supone 14 millones de empleos menos solo en América latina.
Durante la Segunda Guerra Mundial, la clase trabajadora inglesa y las familias pobres en general mejoraron la calidad de su dieta como consecuencia del racionamiento impuesto por el gobierno británico para equilibrar las penurias de la guerra. El sorprendente ejemplo suele ser recordado por el sanitarista José Carlos Escudero como muestra de las descomunales desigualdades del capitalismo en la distribución de la riqueza y, por lo tanto, de la miseria, que si son atenuadas en situaciones extremas alcanzan, por ejemplo, para alimentar austeramente a toda la población de un país.
En la Argentina de hoy, azotada por el coronavirus y por una deuda infinita y su correlato, la extrema escasez de recursos financieros, el ejemplo inglés bien podría ser una condensación estratégica de las políticas públicas con que habremos de transitar la crisis en sus dos dimensiones, la sanitaria y la económica, fatalmente enlazadas. No sin una sorda confrontación: lo que genéricamente llamamos la derecha ha puesto en acto todos los recursos de que dispone para disputarle al poder político la gestión de la crisis en todos los terrenos, desde la comunicación de masas hasta la administración del Estado y la economía. Si la pandemia es, también, un campo de maniobras donde está en juego el futuro político de todas las fuerzas en pugna, la gestión de la deuda es el lugar donde, una y otra vez, las conglomerados de la industria y el comercio, los bancos y las patronales agropecuarias pugnan por imponer su eterno programa de codicia y despojo, que aún en medio de una situación social devastadora, proponen que el Estado compense el lucro cesante del capital.
No hay límites en esa ofensiva, los grandes medios, que han desplazado casi por completo a la oposición como generadora de propuestas y programas políticos, tuercen y retuercen sus mensajes y apelan al miedo e, incluso, al terror, mientras acusan al gobierno de profundizar la grieta porque el Presidente llamó miserables a los miserables. Los periódicos y portales de negocios defienden desvergonzadamente los intereses de los acreedores de la deuda pública, anticipan el enojo y el rechazo de los fondos de inversión por el tamaño de la quita y los reducidos intereses que pretende el ministro Guzmán, mientras difunden los papers clandestinos de empresarios que llaman a la rebelión fiscal o alertan sobre “un giro kirchnerista” de la economía.
El mismísimo Morales Solá, apolillado comentarista estrella de La Nación, al afirmar que la única salida del túnel es más capitalismo, exorcizó la posibilidad de que Alberto Fernández adoptara un supuesto rumbo “chavista”, atribuido, por supuesto, a la influencia de Cristina Fernández de Kirchner. Mientras exaltan hasta casi celebrar cada avance de la pandemia y la escasez de recursos para enfrentarla, se amplifican los reclamos por los daños, por cierto reales, que la reclusión social causa en la industria y el comercio. Pero los despidos y suspensiones masivos, que inició la familia Rocca en Techint, y el aumento incesante de los precios de los alimentos, así como el abierto desacato de los bancos para financiar la crisis desesperante de las pequeñas y medianas empresas, son parte de esa disputa feroz donde cada vacilación del gobierno, cada flanco débil en términos de decisión política y de ejercicio del poder democrático, aporta a una estrategia de erosión de la legitimidad del gobierno de Alberto Fernández.
Sería un error medir el poder de las derechas en términos de potencial electoral, ya que, más allá de las encuestas de opinión, su capacidad económica, política y cultural se manifiesta tanto en la insolencia de las grandes empresas que despiden trabajadores o especulan con los precios como en su capacidad para compactar en el odio a los vecinos que repudian la proximidad del personal hospitalario o que golpean cacerolas para expresar su rencor porque deben acatar órdenes de un gobierno peronista.
Si no se tiene claro que aquí no se trata de los tradicionales conflictos ocasionados por un partido o coalición que gobierna y otro que ejerce la oposición, que lo que está en disputa es qué clase de democracia queremos y, en consecuencia, cómo se repartirán los costos de la crisis, tendremos un país y un pueblo indefenso ante la voracidad del capital. No basta, ni aquí ni en el continente ni en el mundo, con el desencanto de los pueblos por la bancarrota del neoliberalismo y la reivindicación tácita o expresa de la intervención reparadora del Estado, que la destrucción de los sistemas de salud en los países desarrollados ha dejado a la vista de todos.
El capitalismo financiero no va a abdicar como un rey derrotado, sino que se tornará doblemente feroz para que el derrumbe de la economía mundial y su resurgimiento se pague con sudor y lágrimas de los trabajadores y de las economías subalternas del mundo. La acumulación capitalista, desde la Revolución Industrial en adelante, se ha hecho siempre a costa de indecibles dolores sociales.
El gobierno del Frente de Todos no puede renunciar a construir poder democrático y popular, y no tiene derecho a ser moroso o pusilánime, por más que la asimetría en términos de poderío económico y recursos de comunicación sea cuantiosa. Después de todo, la voluntad y la conciencia se manifiestan siempre en organización y, por lo tanto, en movilización y lucha.