Ya no se discute la eficacia de la cuarentena para atenuar los estragos del virus, que está probada de sobra, sino el costo en términos materiales y humanos de dejar que la peste determine quién vivirá y quién no. La intervención y posible expropiación de Vicentin se metió en el medio de esa tensión, que será determinante para los próximos meses.
La condena al distanciamiento social ha devenido consigna de acumulación política de quienes quieren el naufragio de la gestión de gobierno de Alberto Fernández. Las otras impugnaciones se ordenan alrededor de ella por la sencilla razón de que es la más universal, la que atraviesa todas las capas de una sociedad afectada tanto por los padecimientos que genera el encierro como por la desesperanza de millones de personas impedidas de trabajar. Esa erosión de los ánimos, progresiva e inevitable salvo por la muerte, es pulsada para modelar una subjetividad, que se intenta masificar, anclada en la condena al poder político por parte de un núcleo visceralmente antiperonista y, mucho más profundo, en un sentimiento de segregación y exclusión de otras vidas, aquellas que no son percibidas como iguales, ya sea por razones de clase, de situación económica y social, de edad o simplemente por la falta de pertenencia a determinados signos y señas de identidad.
Esos otros son las vidas que no importan, como las de los miles de hombres y mujeres que enterró Bolsonaro o Trump o Piñera, o quedaron a la intemperie en Perú y Ecuador, o aquellos que los médicos de Italia y España se vieron forzados a abandonar a su suerte porque, por viejos o enfermos o ambas cosas, no calificaban para los respiradores que no alcanzaban para todos. Lo expresó aquí, de manera brutal, la periodista que dijo que le “encontraría más sentido a las restricciones” si fuera mayor el número de muertos. Esto es, que por tan pocas víctimas no valdría la pena el sacrificio de un encierro prolongado. Lo que remite al igualmente limitado entendimiento de los antivacunas, a quienes es inútil explicarles que es muy probable que tanto ellos como sus familias están vivos gracias a que la inmensa mayoría de la sociedad en que viven está vacunada.
A estas pasiones tristes las humilla el amor y la solidaridad demostrada en las poblaciones con derechos vulnerados del Conurbano y de la CABA, con sus organizaciones de base, sus mujeres que se hacen cargo del hambre de los desamparados, con la militancia juvenil que se ha volcado sin especulaciones partidarias a poner el cuerpo y la ternura donde haga falta, y todos los que tejen día por día las redes de cuidado mutuo, a las que hay que agregar los equipos de salud que sostienen la vida a toda costa, porque aún en medio de la necesidad y el infortunio, y contra el duro rostro de la violencia social, ninguna vida es ajena.
La frase “que se mueran los que tengan que morir”, repetida en todo el mundo por los que se oponen a las restricciones en nombre del libre funcionamiento de la economía y de las libertades individuales, tiene aquí sus adeptos en amplios sectores que piensan que poseen una especie de inmunidad de clase, que la peste no los alcanzará en sus viviendas y barrios confortables, protegidos por una medicina privada costosa y lejos de donde se hacinan los pobres, privados de las cosas más básicas de la vida. Entonces, lo que se discute no es ya la eficacia de la cuarentena para atenuar los estragos del virus, que está probada de sobra, sino el costo en términos materiales y humanos de dejar que la peste determine quién ha de vivir y quién no.
La administración ideológicamente más próxima a esa filosofía atroz es la de la Ciudad de Buenos Aires, donde el jefe de gobierno, Horacio Rodríguez Larreta, aplicó una política elitista de grandes inversiones en el norte rico y los barrios de clase media, acompañada por el abandono despiadado de las barriadas populares, donde se enfrenta la pandemia sin recursos sanitarios y ni siquiera de subsistencia, con el personal de salud trabajando en condiciones de extrema precariedad y desprotección.
No es la economía, estúpido, es el capitalismo y su configuración de época, el neoliberalismo, al que ninguna pandemia ni catástrofe lo volverá clemente.
Las temerarias manifestaciones de protesta por el anunciado proyecto de expropiación de Vicentin, a las que cada concurrente le agregó sus propios descontentos y rencores, provocó el fervor periodístico por anunciar el derrumbe de la imagen del gobierno del Frente de Todos. La epifanía incluyó la supuesta unidad del PRO, que aparentemente postergó rivalidades actuales y a futuro para enfrentar la ofensiva expropiadora que, aseguran, alienta Cristina Fernández desde el puente de mando en que, se espantan, ha transformado su banca en el Senado. La algazara sirvió para mitigar, siquiera en parte, la honda desazón que causó en la derecha las increíbles revelaciones sobre el uso político del espionaje en los tiempos de Macri. La contracara tuvo ribetes ridículos, como la servicial y laudatoria columna de opinión, publicada por La Nación el pasado domingo, que celebra el regreso del ex presidente, “que abandonará el silencio y prepara un libro”, socorrido por las plumas de Pablo Avelluto y Hernán Iglesias Illa.
La proyectada intervención del gobierno en la debacle de Vicentin pareció abrir una puerta a las esperanzas de una amplia mayoría del Frente de Todos, que anhela una mayor participación y control estatal en la economía, en especial en la producción y distribución de bienes y servicios esenciales como la energía, los alimentos y los insumos del sector salud. Durante dos o tres días, millones de personas siguieron las alternativas del caso, hasta que el fallo del juez de Reconquista Fabián Lorenzini, que repuso el directorio de la empresa, hizo ingresar la iniciativa en un mar de incertidumbre. El impasse fue presentado por la prensa dominante como una derrota estratégica del gobierno, lo que hizo proliferar el desánimo en las filas del Frente de Todos y más allá aún, entre quienes se atreven a esperar y soñar con cambios sustanciales y una nación más justa e igualitaria.
El caso Vicentin está lejos de su desenlace, pero sus repercusiones y la colisión que produjo entre las fuerzas económicas y políticas que defienden la pandilla de empresarios estafadores, y el alineamiento casi espontáneo de sindicatos de trabajadores y entidades de productores agropecuarios, amplios sectores políticos, centrales sindicales y numerosos organismos de la sociedad civil, deja planteado el desafío de cómo habrá de organizarse una fuerza de masas capaz de defender lo conquistado y lo que, por necesidad y derecho, habrá que conquistar.
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