En 2011 y por la fuerza natural del amor de un pueblo, Evita tuvo a los 92 años su abrazo histórico con la avenida 9 de Julio y su herencia se materializó en una postal que ganó la calle. Hoy, en el centenario de su natalicio, comprendemos cómo sus 33 años de vida en nuestro suelo construyeron el símbolo de identidad nacional que hoy representa, trascendiendo banderas e ideologías.
Escenarios posibles y anacrónicos. En este territorio surrealista en el que la joven de Los Toldos marcó una época, hubo humillación, pelea y distracción. Obstáculos que no lograron detener el andamiaje de un ícono cultural que excede lo político-partidario.
Por ley física inevitable, después de una gran mutilación y censura por parte de los corazones fríos, se impuso el mito. Así, luego de un tiempo sin medida, se materializó en una imagen de hierro y –tal vez– en la postal más ancha del mundo, el espíritu de una mujer que tanto hizo por los que menos tienen. En la soberanía del dolor y la humillación, María Magdalena hoy Santa, hubiera tenido extensas charlas con la Evita de la 9 de Julio sobre el valor de la desinformación, y juntas serían buenas promotoras de la generación que florece en las vísperas de la segunda década del siglo XXI.
El Obelisco celoso recuerda que en 1936 también a él quisieron borrarlo del mapa, acusándolo de gigante fálico. Y pese a que su vanidad está herida desde 2011, se solidariza y pide la iluminación de Evita en la 9 de Julio, en su necesidad de integrarse a la historia reciente. Por su parte, el Monumento a los Españoles siente vergüenza por tener luz propia y murmura que en Madrid jamás tendría más brillo el monumento a San Martín, en el Parque del Oeste, que la Fuente de Cibeles. En cierto modo, el desarrollo de un pueblo tiene una estrecha relación con la estima colectiva por lo nacional. Como aquella Evita del balcón de la Casa Rosada, en la década de 1990, que Alan Parker pudo venderle a Hollywood, o la comedia musical de Broadway, y también los murales de Evita en la 9 de Julio.
La idea. En 2006, mientras caminaba por la 9 de Julio desde Libertador hacia Corrientes, sin saber qué hacer con el vacío del clima tóxico de las muestras de Recoleta que venía haciendo y los incurables curadores de arte, observé las fachadas del Ministerio de Obras Públicas. Nada era nuevo en ese paisaje. Durante bastante tiempo, el edificio fue el faro al que apuntaban las antenas de televisión que instalaba en uno de mis primeros trabajos de la adolescencia. De alguna forma, esa noche entendí por qué durante años me la había pasado observando esa construcción.
Sabía que Evita había pronunciado allí su histórico discurso de renuncia a la vicepresidencia, el 22 de agosto de 1951, y cierta asociación libre me llevó hacia aquellas primeras esculturas de los años ’90, gestadas en las fábricas devastadas con obreros desempleados.
En el bar El Quijote, de Avenida de Mayo, mientras resonaba en mi cabeza la voz de una imagen, me detuve a dibujar un croquis de la Evita con micrófono, enojada, y luego pensé en la Evita sonriente. Cuando terminé de diagramar el proyecto se lo comenté a los trabajadores que me acompañaban, y durante tres años quedó circulando la idea. Luego de idas y vueltas en las que aprendí mucho sobre la dinámica de hacer sobrevivir un proyecto de esas características –donde los imprevistos están a la orden del día–, los murales se inauguraron en 2011.
Al día de hoy, ocho años después, escucho con frecuencia esta pregunta: «¿No estaban ahí hace mucho tiempo? ¡Nunca vi cuando los pusieron!». Mi respuesta es siempre la misma: estuvieron, están y estarán. Las obras existen siempre antes que uno.
El diario de Yrigoyen necesitó a Evita para no ser el diario de Yrigoyen; el General Perón necesitó a Evita para emocionar; el pueblo necesitó a Evita para soñar; y Buenos Aires necesitó a Evita para una nueva postal.
Dos meteoritos. Buenos Aires le da sentido a la postal y la imagen dual Norte y Sur le sugiere la magia de las luchas a dos proyectos binarios, de la misma Argentina del siglo XX.
Los murales de Evita en la 9 de Julio, construidos por las manos de los trabajadores de fábricas y talleres del Conurbano bonaerense, son dos meteoritos de acero que se estamparon en las paredes del Ministerio de Acción Social, no en forma de atentado sino de memoria e identidad nacional inevitable. Si el mural norte entusiasma, el mural sur es el abrazo.
Los murales de Evita nos llevan a mirar mucho más el cielo porteño, para imaginar todos los países posibles en la arquitectura de Buenos Aires, desde Avenida del Libertador hasta el Puente Pueyrredón.
Los murales de Evita sembraron el deseo de reconocer nuestra historia reciente, y allí creció la semilla del Padre Mugica y la de Arturo Jauretche, en el pasto fértil de la 9 de Julio.