Columna de Opinión de Gustavo Cirelli, Director de Tiempo Argentino.
No hubo un Estado ausente.
El Estado estuvo presente durante cuatro horas vestido de uniforme en la puerta del diario impidiendo el ingreso de los más de 100 trabajadores de Tiempo que se autoconvocaron de inmediato para impedir que la impunidad se consagrara una vez más a la vista de todos.
Hubo un Estado presente vestido de uniforme que dejó hacer durante más de cuatro horas a una veintena de energúmenos. Les permitió revisar cajones y hasta romper el sistema operativo del diario con la clara intención de impedir la continuidad de Tiempo.
No pudieron.
Otra vez, no pudieron.
Ya lo había intentado Martínez Rojas cuando discontinuó en los primeros días de febrero la impresión del diario de manera intempestiva, incumpliendo desde siempre sus promesas de cancelar la deuda salarial de los trabajadores; víctimas de un plan sistemático de vaciamiento de la empresa iniciado por Sergio Szpolski y Matías Garfunkel, accionistas de Balkbrug SA. Tiempo volvió a las calles con una edición especial aquel inolvidable 24 de marzo en el que agotó toda su tirada -inicialmente de 30 mil ejemplares, que terminó superando los 40 mil- lo que posibilitó que un mes más tarde regresara a los kioscos cada domingo, ya con sus trabajadores organizados en cooperativa. Ante cada escollo la redacción redobló sus esfuerzos y siguió adelante.
Si este diario hoy está en manos de nuestros lectores es sólo por el compromiso y la valentía de sus trabajadores que reingresaron al edificio en defensa de sus puestos de trabajo y en defensa de la libertad de expresión, dos derechos inalienables que no estamos dispuestos a entregar ni ahora ni nunca.
La madrugada del lunes 4 fue un punto de inflexión en la lucha de la Cooperativa de Trabajo Por Más Tiempo. Fue una noche de terror, de esas que no se olvidarán jamás, que quedan impregnadas en la memoria como una pesadilla; pesadilla que arrastra al presente a los fantasmas agazapados en la oscuridad de los tiempos de la dictadura cívico militar.
Es inexplicable desde todo punto de vista racional la violencia que sufrió este colectivo de trabajadores. La patota ya fue identificada, lo incompresible es que se fueron a sus casas después de haber cometido un rosario de delitos flagrantes; ese puñado de matones debería haber amanecido en un calabozo pero la ¿inacción? oficial les posibilitó otro destino. El mismo que a Martínez Rojas, que huyó de Tiempo Argentino custodiado en un patrullero. No habrá impunidad para lo que sucedió. Hay compañeros lastimados. Hay derechos violentados. Hay demasiada angustia e impotencia para que este nuevo episodio se pierda en el olvido. Y hay, además, responsables no sólo directos, materiales, sino también por omisión. Cada uno de ellos deberá enfrentar ante la Justicia lo que merece.
La solidaridad que recibió el conjunto de trabajadores de Tiempo de parte de sus lectores, de colegas, de organismos de Derechos Humanos y dirigentes políticos es un respaldo que ayuda a seguir en un camino que no estamos dispuestos a abandonar. Y menos ahora que unos trasnochados quieren imponer a puños, patadas y gas pimienta su fuerza brutal por sobre la fuerza inclaudicable de este grupo humano inmenso. Inmenso.
Esta columna se escribe al calor de una redacción que no dudó en responder a la agresión con periodismo; así, sin dudarlo, bien temprano, se decidió hacer frente al atropello con las herramientas de nuestro oficio. A pesar de las computadoras rotas. A pesar del desastre. A pesar de la tristeza. El silencio no le ganará a los trabajadores de Tiempo. La impunidad, mucho menos.
Hay una imagen de la noche de terror que sintetiza la ideología explícita de este grupo de tareas. En el último piso de la redacción, un cuadro del Rodolfo Walsh -un regalo solidario durante estos largos meses de lucha- fue roto con saña por los matones. Pero son torpes, claro. La sonrisa de Walsh quedó intacta. Y si algo aprendimos de él, con respeto y admiración, es dar testimonio en tiempos difíciles.
De eso se trata. Así seguiremos.
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