En el país del siglo XXI, donde se sigue debatiendo el sentido de la nación, la palabra de Evita es, todavía, un arma. Su fuerza, su vocación igualitaria y el sacrificio que la consumió tempranamente siguen vigentes.
Una escena de los últimos años condensa todo lo que está concentrado en este nuevo aniversario. Una marea humana caminaba bajo la lluvia desde todos los puntos de la ciudad y en dirección a Plaza de Mayo. Corría febrero de 2015. En ese año se definía la continuidad o el cambio respecto del último gobierno peronista. Los medios, las redes sociales y sus propios organizadores habían bautizado a esa jornada como «la marcha del 18F». Después se la llamó «la marcha de los paraguas». El objetivo era, presuntamente, reclamar justicia por la muerte del fiscal Alberto Nisman. Una joven, casi adolescente, que no pasaba los veinte caminaba junto a su familia cuando, al cruzar la avenida 9 de Julio, giró su rostro para mirar la gigantografía de Evita forjada en hierro por el escultor Alejandro Marmo, sobre la cara norte del Ministerio de Desarrollo Social. «A esa la tenemos que derribar», dijo entonces la chica.
La escena de la que fue testigo este cronista pudo haber sucedido la semana pasada. Y reactualiza la vigencia de un mito. María Eva Duarte de Perón, Evita, multifacética e inolvidable, es un relámpago que no deja de arder en la historia argentina. Esa persistencia, esa «eternidad» –en el sentido religioso o desde la búsqueda de trascendencia que estudia la filosofía–, explica también la multiplicidad de miradas que desde su muerte, aquel 26 de julio de 1952, han intentado analizar su vida, su legado y lo que este representa para el pasado, el presente y el futuro de argentinos y argentinas. Algunas lecturas atribuyen la vigencia del mito –no linealmente, pero hay excepciones– a la intención de construir una «santa» que representara al Estado peronista: en ese diseño maquiavélico el protagonista habría sido el periodista Raúl Apold, estudioso en las técnicas de propaganda de masas que imperaban por entonces.
Millones de personas, sin embargo, convirtieron a Eva en otra cosa. Se apropiaron de ella todas las generaciones que habitaron este país desde entonces. Aquellos que escucharon la transmisión oficial por radio que informó su fallecimiento a las 20:25, en la boca del locutor Jorge Furnot, pero también quienes leen hoy las noticias en sus smartphones mientras van al trabajo. La permanencia de Evita en el imaginario social argentino, su condición de símbolo irreductible, es un misterio que ha sido estudiado por intelectuales de todas las tradiciones políticas y corrientes culturales. Para algunos estudiosos, como el filósofo y docente universitario Julián Fava, coautor junto al artista plástico y ensayista Daniel Santoro del libro Peronismo: entre la severidad y la misericordia (Editorial Las Cuarenta), la figura de Eva contiene una dimensión religiosa que es inocultable.
«Una vez que se escindió de la religión, el Estado moderno se conformó en guardián del orden y luego, en su versión más benefactora, en garante de ciertos derechos de los excluidos. Ese Estado benefactor de la sociedad de masas asistía a los excluidos pero al mismo tiempo borraba el rostro de cada persona: la convertía en estadística. Evita, vale recordarlo, pasaba horas respondiendo miles de cartas que le llegaban a diario. Atendía cada pedido, firmaba la respuesta y recorría el país para encontrarse con cada hombre, con cada mujer, con cada niño o niña. Con ese gesto, con su palabra, con su obra, Evita operaba como la mediación entre la fría burocracia estatal y el pueblo. Y eso, en el seno de un mundo maquinal y secularizado, reponía la búsqueda de lo trascendente en el plano de lo cotidiano», plantea Fava.
Otra faceta de la figura de Eva que ha sido estudiada, sobre todo en los últimos años, es su condición de mujer que no responde a los mandatos de época. Evita se casó con un militar en ascenso que tenía una vasta formación intelectual, objetivos políticos y vocación de poder. La actriz de radioteatro se dedicó entonces a contribuir a la edificación del Estado planificador y redistribucionista. En ese proceso se re(de)construyó también a sí misma.
Para la decana de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, Graciela Morgade, Evita se animó a transitar más allá de las fronteras de lo establecido al librarse a sí misma «un pasaporte para salir del destino de subordinación». Morgade escribió en el año 2015 un prólogo para una reedición y revisión actualizada de La razón de mi vida (Editorial Agebe). «Eva convocó a la participación femenina politizando la tarea de cuidar y los trabajos de las mujeres. Abrió caminos que las mujeres nunca habían recorrido previamente y desafió al poder oligárquico hasta límites poco alcanzados antes», subraya. Acaso con cierto afán provocador, Morgade define a Evita «a su manera y a su tiempo» como «una militante feminista». «Fue una de esas mujeres lúcidas, imprescindibles, ‘insoportables’, de nuestra historia», dice la decana.
Si hay un aspecto revulsivo de la vida de Evita es, sobre todo, su capacidad para nombrar con palabras durísimas a las elites privilegiadas que en la segunda mitad de los ’40 seguían emperradas en el objetivo de sostener el statu quo de un país rico, elogiado en el mundo, pero con masas trabajadoras hundidas en la miseria. Los términos que utiliza Evita para referirse a los enemigos políticos del peronismo no se habían escuchado con tanta crudeza en discursos frente a centenares de miles de personas y transmitidos en cadena por las radios. Su frase más fuerte en este aspecto forma parte del primer capítulo («Mi voluntad suprema») de su libro Mi mensaje, escrito luego de que los médicos le diagnosticaran cáncer. Es una definición enmarcada en una suerte de testamento póstumo, y está cargada de contenido profético: «Yo estaré con ellos, con Perón y con mi pueblo, para pelear contra la oligarquía vendepatria y farsante, contra la raza maldita de los explotadores y de los mercaderes de los pueblos».
Sociólogo e investigador del peronismo que no oculta su involucramiento con las ideas del nacionalismo popular, Aritz Recalde pone el foco sobre la radicalidad que Evita exigía –y se autoexigía– para todo aquel que pretendiera llevar adelante una causa revolucionaria. «Eva creía que a un proceso como el peronista había que acompañarlo con una metodología intransigente. Ella dijo, por ejemplo: ‘Los dirigentes del pueblo tienen que ser fanáticos. El fanatismo es la única fuerza que Dios le dejó al corazón para ganar las batallas. Para servir al pueblo hay que estar dispuesto a todo, incluso morir’. Además, Evita cuestionó a la oligarquía, al imperialismo pero también al clericalismo, al que acusó de haber traicionado a Cristo. Fue un modelo de militante popular, pasional, carismática y siempre coherente con sus ideales sociales», subraya Recalde.
Daniel Santoro es considerado por intelectuales y críticos de arte como un gran pensador visual. En sus cuadros se exponen con belleza y misterio los sueños, las pesadillas y, si se quiere, las contradicciones del movimiento fundado por Juan Domingo Perón. Para Santoro el rasgo más potente, innovador e intolerable de la acción de Evita fue su pretensión, no formulada en estos términos, de «politizar la envidia».
«La frase que yo tomo como guía de la obra de Eva Perón es cuando justifica cómo se diseñó el dormitorio de la Ciudad Infantil, en la que se había gastado una fortuna incalculable: tenía pisos de Eslavonia real, cortinas de voile suizo real, ropa de la marca Gath & Chaves, todo con origen controlado. Ella se ocupaba de confirmar si las cortinas eran realmente de voile suizo y así. Una atención al detalle impresionante. Y cuando tiene que hablar de la Ciudad Infantil, entonces dice: ‘Para que nuestros niños pobres no tengan nada que envidiarle a los niños de la oligarguía’. Ese era su lema. Y era buenísimo, porque ahí lo que está haciendo es politizar la envidia», provoca Santoro.
Historiador y biógrafo de Evita, de Perón y de muchas otras figuras de la política y la cultura argentinas, Norberto Galasso cree que toda la biografía de Eva Perón refleja una fuerte actitud de desprecio a los valores culturales de la oligarguía dominante. Eso es muy fuerte, sigue Galasso, porque contradice cualquier pretensión de asimilación cultural. Lo que no significa, por supuesto, renunciar al consumo y al deseo de vivir mejor, como plantea Santoro. «Evita fue una mina que rechazó todos los valores propios de la clase dominante. Ella la pasó muy mal en la época en la que quería ser actriz y en el ambiente del espectáculo le ponían condiciones deshonestas. Incluso se sometió, a veces, a períodos de mate y galletas por no querer acceder a la prepotencia de los empresarios y todo ese mundo. Ella expresaba con fuerza y magnetismo la reafirmación de la identidad y la dignidad de los marginados durante décadas por la clase dominante. Evita era una mujer que la había pasado muy mal y con su acción quería afirmar la dignidad de todos los trabajadores y los pobres», remarca Galasso.
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