Si desde sus inicios la gobernabilidad del régimen estuvo cifrada en una dramaturgia mediático-judicial, a través del ejercicio continuo del espionaje, el desplome macrista coincide con el ocaso de tales imposturas.
Se trata de un asunto que ya adquirió ribetes internacionales, tal como lo prueba el lapidario informe del relator especial de la ONU, Joseph Cannataci, cuyo relevo habla de «vigilancia ilegal masiva», con un promedio de 6000 pinchaduras telefónicas mensuales. Y destaca la subordinación de la Corte Suprema (la autoridad política de esas intervenciones) hacia la AFI (su brazo ejecutor), entre otras disfunciones.
Este reporte es contemporáneo al más reciente escándalo en la materia: las escuchas delictivas a presos kirchneristas, difundidas profusamente en los noticieros e insertadas en circuitos procesales con la ilusión de pulverizar el expediente instruido en Dolores por el juez federal Alejo Ramos Padilla sobre la red de espionaje y extorsión integrada por periodistas, altos dignatarios de la Justicia y agentes secretos vinculados al Poder Ejecutivo.
Entre los efectos no deseados de semejante impostura resalta el airado descargo de los jueces Martín Irurzun y Javier Leal de Ibarra –en nombre de la Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejos y Crimen Organizado (Dajudeco), que depende de la Corte Suprema– al atribuir el delito a la AFI. Un nuevo cortocircuito entre el máximo tribunal y la Casa Rosada. ¿Acaso se trata de una desinteligencia súbita e inesperada?
Lo cierto es que en este hecho puntual subyace una clave de la gestión del PRO. Habría que remontarse entonces a su prehistoria.
La gran oreja del PRO
El edificio está en la Avenida de los Incas 1834. Es una construcción de siete pisos con ladrillos a la vista y ventanales polarizados. Allí, entre el invierno de 2008 y el otoño siguiente, solía acudir una vez por semana el espía Ciro James para retirar las escuchas ilegales encargadas por el Gobierno de la Ciudad. Era la sede de la Oficina de Observaciones Judiciales de la ex Side, más conocida como la «Ojota». Ya se sabe que por ese asunto, el ex comisario Jorge «Fino» Palacios, el entonces ministro de Educación porteño, Mariano Narodowsky, y el propio James, entre otros implicados, se hallaban en la antesala del juicio oral. Aunque Macri, quien encabezaba el lote de procesados, salió bien librado del asunto: el 22 de diciembre de 2015 (12 días después de acceder al sillón de Rivadavia) fue bendecido con un muy oportuno sobreseimiento. Y en octubre del año pasado un fallo no menos oportuno de la Cámara Nacional de Casación anuló todo el expediente.
A mediados de 2015, Oscar Parrilli –al mando de la flamante AFI que reemplazó la ex Side– había disuelto la Ojota, y sus pinchaduras pasaron a la órbita del Ministerio Público Fiscal. Un artero golpe para la central de espías, dado que el tráfico de escuchas era una de sus cajas históricas, lo mismo que las pinchaduras sin orden ni control judicial o político con todo tipo de fines.
Desde luego, el hecho de que la jefa de los fiscales fuera Alejandra Gils Carbó no mejoraba las cosas cuando asumió el nuevo gobierno. De modo que Macri, en su ofensiva contra ella, traspasó la potestad de las intervenciones telefónicas a la Corte Suprema mediante un DNU, al mes de asumir la primera magistratura. Así nació el Departamento de Captación de Comunicaciones, cuyo jefe operativo, Juan Rodríguez Ponte, fue secretario del juez Ariel Lijo. En la actualidad, comanda un ejército de 250 fisgones de la AFI subordinados a dicha dependencia. Su sede sigue siendo el edificio de Avenida de los Incas.
El primer signo visible de las travesuras cometidas desde tal catacumba fue las pinchaduras a Parrilli y la filtración ilegal a medios oficialistas de sus conversaciones con Cristina Fernández de Kirchner.
Tales diálogos empezaron a ser televisados a partir de enero de 2017. Y una jauría de editorialistas, casi a coro, apuntaba un imperdonable cúmulo de actos inmorales y graves delitos de la ex mandataria: desde pronunciar malas palabras hasta urdir una conspiración contra el célebre espía Antonio Stiuso, además de presionar a jueces del fuero federal. Pero sin reparar en el auténtico delito en curso: la difusión de audios filtrados ilegalmente, algo muy mal visto por la ley de Inteligencia.
Ese temita colateral, justamente, dio pie a las hostilidades entre los más reputados pilares de la República.
La brasa en la mano
Bastó en aquel entonces que el fiscal Federico Delgado iniciara una causa (que el juez federal Rodolfo Canicoba Corral dejó inconclusa) con el objetivo de identificar al entregador de los audios, para encender un áspero intercambio de acusaciones entre los jefes de la AFI, Gustavo Arribas y Silvia Majdalani, con los popes del Poder Judicial enlazados en la maniobra; a saber: el entonces presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti, la dupla Irurzun-Leal de Ibarra y Rodríguez Ponte.
Ese entredicho había salpicado al mismísimo Macri. Y el maquiavélico Lorenzetti comprendido que, al recibir la potestad de las escuchas, en realidad sostenía una brasa caliente entre las manos.
Pero la práctica del asunto prosiguió de manera sistemática. Y siempre con idéntica dinámica: la AFI graba al prójimo, los medios amigos difunden sus dichos y los fiscales los llevan a indagatoria.
Lo notable es que desde aquel momento lo hicieron con la alevosía de quien sabe que ese truco ya es un secreto a voces.
El dirigente peronista Eduardo Valdés (ahora situado en el eje del mal justamente por sus comunicaciones telefónicas con presos kirchneristas), no pudo explicarlo mejor: «Son tan obvios que ante una causa que los incrimina por espionaje ilegal publicitado desde los medios de comunicación responden con… escuchas ilegales publicitadas desde los medios de comunicación».
Ya no es una excelente temporada para la lawfare en manos de gerentes volcados a la función pública sin siquiera haber leído a Graham Greene.
Ahora la sede de la AFI se asemeja a la cubierta del Titanic, en la Corte cunde el desconsuelo y los cimientos de la Casa Rosada empiezan a crujir. «
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