En 1976, el ex cónsul de Italia logró sacar del país a 500 perseguidos políticos y los envió a su país. Creyó que lo que había vivido en Buenos Aires era una fantasía, porque había dos mundos opuestos: el de los medios y el del terror. Y traza un vínculo con la situación actual de los migrantes en Europa.
Enrico Calamai recibió a Tiempo en el estudio de su casa, un edificio cubierto por la hiedra en la estrecha Via della Madonna dei Monti, a metros de las ruinas del Coliseo romano en el barrio Rione i Monti, donde conserva enmarcado el dibujo de un gaucho montonero que un refugiado le obsequió cuando esperaba, oculto en el consulado, el pasaporte que lo sacara del país de Videla y cía. Su trabajo en Buenos Aires comenzó en 1972 y se extendió durante cinco años. Pero en el medio, tras el derrocamiento de Salvador Allende, fue enviado en misión a Chile, porque Italia no reconocía el gobierno de facto y había 250 personas escondidas en la embajada. Estuvo tres meses y bastaron: «Fue muy intenso. Vi y comprendí que no podía haber un golpe de Estado sin represión y entendí lo que eso significaba: torturar, matar y meter en la cárcel», recuerda.
–¿Cómo vivió el 24 de marzo de 1976?
–Cuando llegó el golpe de los militares argentinos todo el mundo estaba esperando que ocurriera algo como lo de Chile, pero en lo aparente no ocurría nada. Buenos Aires estaba tranquila, el tráfico era el de todos los días, los cines estaban llenos de gente, los restaurantes con gente esperando. Esa misma impresión tuvieron periodistas que llegaron de diversas partes del mundo y no encontraron nada que filmar: no había tanques, no había cadáveres, no había enfrentamientos. Parecía que los militares argentinos habían logrado el milagro de imponer su orden sin matar gente. Entonces eso hizo circular la idea a nivel mundial de que no pasaba nada. Pero eso duró muy poco para mí. Empezó a venir gente al consulado a solicitar ayuda. Entonces comprendí que había una modalidad distinta de reprimir, que no es que no había represión sino que era diferente.
A la semana del golpe en la oficina del consulado comenzó a recibir italianos que llegaban de distintos lugares de Buenos Aires y el Conurbano. Todos contaban lo mismo: que una patota había entrado por la noche pateando la puerta, que los golpearon, que habían robado desde dinero, abrigos y electrodomésticos y se habían llevado a su hijo o hija que ahora no aparecía. «Venían al consulado porque no habían conseguido ningún abogado que presentara un hábeas corpus. Pero el hecho curioso es que todos decían prácticamente lo mismo.»
–¿Cuándo advirtió la gravedad de lo que ocurría?
–De inmediato. Había dos tipos de situaciones: la de los familiares, en general matrimonios de italianos con hijos nacidos en Argentina, y la de los chicos jóvenes que llegaban y decían que ya no tenían dónde esconderse, que los perseguían, que si salían a la calle los atraparían y de seguro los torturaban y mataban. Lo que era asombroso y desestabilizador es que yo en mi oficina comprendía lo que estaba ocurriendo pero cuando salía a la calle todo era normal, como si nada pasara. Eso fue lo que me hirió, creo que psicológicamente.
Calamai utilizó las herramientas que tenía a mano: por su cargo firmaba los pasaportes y podía pedir a Roma la repatriación. Pero el problema era dar refugio en el consulado y conseguir el documento argentino a quienes llegaban con nada a pedir socorro. «Había que encontrar dónde esta gente pudiera dormir. Y encontramos una habitación en el consulado, que si bien no era extraterritorial, era muy difícil que los militares ingresaran porque querían evitar cualquier escándalo. Pero el problema verdadero era el documento, entonces yo iba a la Cancillería argentina a hablar con el capitán Seisdedos», recuerda.
«Cuando llegaba alguien con ese problema yo llamaba a Roma a mi hermano que trabajaba en el Partido Comunista o a (el gremialista) Fillipo De Benedetto, para que el PC, los sindicatos o alguien pidiera información sobre ese ciudadano italiano al Ministerio de Asuntos Exteriores. Había una colaboración entre los ministerios argentinos e italianos en ocultar, que todo quedara bajo la mesa, entonces en cuanto había riesgo de escándalo mandaban instrucciones para que nos interesábamos por esa persona. Entonces yo iba con Seisdedos y le decía que estábamos preocupados por tal joven, que sus familiares en Italia amenazaban con hablar con los periódicos y que no queríamos escándalo. Siempre hablábamos lo mismo. Al final me decía que íbamos a recibir noticias, pero a veces tardaban meses. Era como un juego porque ellos sabían todo. Pero luego había que ir en persona a buscar el DNI a la calle Moreno y no respirábamos hasta que se los entregaban. Incluso hubo casos en que no quisieron ir a buscarlos, porque había que enfrentar esa situación de sumo riesgo, entonces hubo quienes se hicieron ellos los documentos, porque tenían cierta experiencia.»
–¿Cómo salían del país?
–Por Ezeiza era imposible porque estaba sumamente controlado, pero Aeroparque no. Como había militares argentinos en los países limítrofes el control casi no existía. Pasaban con su documento, subían al avión y desembarcaban en Uruguay con el pasaporte italiano que le dábamos nosotros. Entonces no los esperaban. Y teníamos acordado que en el consulado uruguayo les dieran un boleto para Italia. Pero se volvió peligroso a finales de 1976, entonces comenzamos a enviar por Brasil, que poco a poco también se volvió peligroso. La última vez fue en febrero de 1977. Unos jóvenes estuvieron tres meses en el consulado y no quisieron ir a buscar el DNI sino que lo hicieron ellos mismos y yo les hice el pasaporte con esa identidad. Pero teníamos miedo porque sabíamos que la situación era difícil, entonces los acompañé hasta Río de Janeiro. La idea era que si los paraban en el aeropuerto la presencia de una autoridad italiana hubiera generado un escándalo. No pasó nada.
–¿Cómo vivió el proceso de justicia?
–Me llamaron como testigo en los juicios de Italia de finales de los ’90. Fue muy importante porque al regresar a Roma yo estaba mal de la cabeza, con grandes problemas y había llegado a pensar que lo que había ocurrido eran fantasías mías. Porque nadie hablaba. Y nadie me escuchaba. Así llegué a convencerme que debía olvidarme de todo aquello que ni siquiera sabía si era verdad. En el juicio mi miedo era que saliera lo de los pasaportes, porque no era totalmente legal lo que había hecho. Pero lo que ocurrió fue que reconocí gente que había pasado por el consulado y que por lo tanto no eran sueños ni fantasías, sino realidad. Que lo que en Italia y en todo el mundo se había ocultado, era la verdad.
La historia de Calamai parece un guión de película. La cadena RAI contó su historia en el ciclo «La Storia siamo noi» que llamó «Enrico Calamai, un eroe escomodo». Y sigue siendo incómodo: asegura que el plan sistemático de desaparición de personas es un artificio del mundo occidental con plena vigencia. «En Chile los militares expusieron la represión y fueron condenados al ostracismo internacional porque era una violencia intolerable. Con Argentina no hubo ningún tipo de condena por la estrategia de la desaparición. En un mundo mediático, prevalentemente iconográfico, televisivo o fotográfico, se da por cierto que todo lo que ocurre viene representado y lo que no viene representado no existe.»
Eso lo inquieta: comenzó en Argentina pero sigue ocurriendo. «Europa, el mundo occidental, está fomentando y practicando guerras, apoyando dictaduras, explotando Estados y eso produce un éxodo estructural de migrantes y refugiados que vienen hacia un mundo occidental que no quiere ni verlos ni tenerlos, entonces los hace desaparecer. Entonces Italia y Europa externalizan sus fronteras, las empujan hacia el sur. Lo que importa es que no lleguen, que no aparezcan, que no se vea que los hacemos morir. Se sabe pero no se sabe. Y no se ve. Creo que estamos viviendo una época trágica que se desenvuelve con mecanismos análogos a la desaparición.» «
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