Los anuncios públicos sobre el pacto revelaron que habrá un ajuste fiscal explícito, una reducción de la brecha cambiaria vía devaluación, recortes de subsidios a los servicios públicos y aumento de tarifas, revisiones periódicas que le otorgarán al Fondo un poder de veto permanente, aumentos de la tasa de interés y límite a la emisión monetaria con el consecuente freno a la actividad económica.
Más allá de la curiosa actitud de quienes festejan lo que el Fondo “no exigió”, lo que sí impuso tiene un solo nombre: ajuste. Una hoja de ruta que tendrá un alto costo político del que todos se quieren despegar.
No será un ajuste en general, sino un ajuste sobre el ajuste: los datos recientemente publicados por el Indec revelaron que la masa salarial se redujo por cuarto año consecutivo, mientras que las jubilaciones cayeron un 6% en términos reales en 2021, perdieron todo lo que habían recuperado en 2020 y retrocedieron incluso contra el 2019. La caída acumulada en los haberes jubilatorios en comparación con 2015 fue del 23%. Sobre ese escenario social —que contiene, además, los grandes números escalofriantes en términos de pobreza e indigencia— el Fondo pide más.
La renuncia incómoda de Máximo Kirchner y las idas y vueltas de la oposición de Juntos por el Cambio están íntimamente relacionadas con esto: poner la mayor distancia posible entre ellos y la responsabilidad del ajuste.
Ni el Fondo tiene demasiadas expectativas en el entendimiento y esto quedó en evidencia en la agenda del programa acordado: las revisiones trimestrales de las metas y los lineamientos económicos a las que quedan atados los desembolsos para hacer frente a los vencimientos. El organismo tiene tanta confianza en el acuerdo que considera que para que se cumplan los objetivos debe dejar al país a tiro de default permanente.
En este contexto delicado, a la oposición de derecha la atraviesa una tensión que incluye un deseo inconfesable: colaborar con el Gobierno para la estabilización y el ajuste (como reclaman los referentes que gobiernan distritos) o fogonear una crisis aguda que imponga de hecho un shock y allane el camino no sólo para la posibilidad de un gobierno de signo distinto luego de 2023, sino también para las famosas “reformas estructurales”. El sueño eterno de un ajuste hecho por los otros para beneficio político propio.
Pero, también hay que mirar más allá de las apariencias en los movimientos de la coalición oficial. La renuncia de Máximo Kirchner fue leída por no pocos observadores de la política como una “irresponsabilidad” motorizada por una repentina radicalización jacobina del “kirchnerismo duro”. Sin embargo, también puede entenderse de otra manera: como el intento de contener a los descontentos con el acuerdo en las propias bases de apoyo del Frente de Todos.
No es un mecanismo nuevo en el kirchnerismo: luego de la derrota en las elecciones primarias del año pasado, la vicepresidenta, Cristina Kirchner, también salió a “denunciar” un ajuste que ya se había producido. La carta de Máximo Kirchner reveló que tenía diferencias desde antes de la firma del entendimiento con el Fondo Monetario, pero sin embargo esperó a que se rubricara el acuerdo para hacer públicas sus críticas y su renuncia. El extraño método de denunciar los hechos consumados. El contenido de la misiva también expresó la misma tónica: no está de acuerdo, pero no se opone tajantemente; no quiere ser la voz cantante en la defensa del pacto, pero no se propone voltearlo; no rompe y no deja de romper.
Mientras tanto, las naftas ya tuvieron un primer aumento del 10% este año, los alimentos subieron un 5% sólo en enero y el programa con el Fondo todavía no empezó. Quienes no pueden “despegarse” o jugar a las escondidas con la realidad son las mayorías populares porque todos los días cuando despiertan el ajuste todavía está ahí.
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