El desafío político de las Pascuas; por Roberto Caballero

Por: Roberto Caballero

Columna de opinión.

Como si fuera una plaga inextinguible, la célebre «grieta» persiste en la mesa de debate de casi todos los argentinos. Según quien la administre, se sabe, la «grieta» alimenta el odio al diferente, los rencores añejados, la aversión por el otro y el desprecio a lo que piensa. Pero es indesmentible que desde que Mauricio Macri asumió la presidencia para «unir a los argentinos», la «grieta» sirve casi únicamente para justificar la violencia del Estado contra los disidentes de sus políticas. La simbólica desde el vamos –esta semana Hernán Lombardi echó a 21 periodistas de Radio Nacional por razones políticas–, y la material –como se pudo ver en el Congreso en la represión contra los docentes o con la policía de Gerardo Morales violando la autonomía universitaria en Jujuy–, cada vez más.

Tampoco este texto escapa a la «grieta». A diferencia de otros que viven de exacerbar esa violencia y sus costados miserables, su autor asume que la «grieta» llegó para quedarse por dos razones, una objetiva y otra subjetiva: la unanimidad no existe y las diferencias nos enriquecen. La «grieta», vista así –que no es la manera oficial admitida desde el aparato de gobierno que mantiene presos políticos en Jujuy pero también ahora en Mendoza–, también es una oportunidad. Así como una zanja es la oportunidad de construir un puente. Más que oportunidad, en verdad, un desafío para llegar a convivir con lo que el otro piensa, construir zonas permanentes de respeto a la diversidad, asumir la pluralidad como una valor común positivo y canalizar las diferencias políticas e ideológicas hacia el interior de las instituciones democráticas.

Porque «grieta» hubo y habrá siempre. Veredas, bandos, preferencias, clases, partidos, géneros y religiones. La identidad más básica necesita de la división. El hijo se constituye a los ojos de todos como persona cuando se separa de la madre al nacer. La identidad común, que ya es un armado cultural evolucionado, necesita reconocer esas diferencias, esas divisiones como propias. La familia se integra con distintas personas. No hay familias de a uno. Admitamos que la palabra unidad tiene mejor prensa, pero que la diferencia hace falta. No para matarse, sino para vivir. O para convivir, que es vivir con el otro.

En estos días, los cristianos celebran la Pascua y los judíos el Pésaj. Estos rituales religiosos tienen una fuerte influencia en nuestra cultura. En lo gastronómico, la disputa puede ser por las empanadas de vigilia o el gefiltefish. Quién lleva una cosa o quién la otra. Hay algo de cristiano y algo de judío, y algo de musulmán y de budista, y algo de ateo y de agnóstico en la mesa de los argentinos. Hagan la prueba. A los argentinos nos define el menú de un restaurante céntrico medio pelo. Las comidas que se ofrecen (a veces, hasta 250 platos diferentes) son de todo el mundo, de todas las culturas. Eso es una singularidad bien nacional. No pasa en otros lugares o no pasa tan fácil, para ser precisos. Pasa acá. En el país de la «grieta».

La demonizada «grieta». Que es más ancha, a veces. Más profunda, otros días. Depende de quién la administra. Curiosamente, la «grieta» administrada por los referentes mediáticos del poder político actual, esos cobradores de peaje del «sentido común», como pueden ser Mirtha Legrand o Mariana Fabbiani pone de un lado a «la gente» y del otro a los «kirchneristas», que vendrían a condensar todo lo extirpable para volver a ser «un solo cuerpo, una sola nación», la de las familias blancas y puras, sin ideas populistas, ni rastro sanguíneos corruptos o mestizos.

Milagro Sala, presa política del macrismo, en gran parte debe su vergonzoso encarcelamiento a esta administración de la grieta ejecutada por personajes banales de la TV hegemónica y sus audiencias cautivas. Milagro Sala incumple con todos los requisitos para no estar en libertad en este presente de pantallas discriminatorias que salen de safari a cazar a los nuevos «peligrosos»: es mujer, es negra, es coya, es kirchnerista y tiene causas judiciales amañadas en su contra. El gobierno actual la eligió como un símbolo para aterrorizar a los disidentes. Es lo que pasa cuando la «grieta» queda en manos de gente que pretende «unir a los argentinos» suprimiendo violentamente las diferencias. Es decir, a garrotazos.

La unidad tiene una excesiva buena prensa. Hasta puede usarse de excusa para perseguir al otro. O para matarlo o desaparecerlo. La unidad territorial roquista de la nación necesitó del genocidio de los pueblos originarios. Y, sin embargo, es la división la que es vista como fuente de problemas insalvables. De Aristóteles al Papa Francisco, de Macri al pejotismo, la unidad del «todo» vendría a ser más que las partes. Pero las partes, para construir un «todo» mejor, es decir, que garantice el bien común, necesitan seguir siendo partes diferenciadas, si no, no hay unión, lo que hay es totalitarismo.

Reivindicar la división, la diferencia suena raro. Es curioso que suene así. Porque, ¿acaso no fue una «grieta», una división milagrosa de las aguas, la que se abrió en el Mar Rojo para permitir que el pueblo judío se liberara de la esclavitud? ¿No divide el cristianismo a la Biblia en dos partes, el Viejo y el Nuevo Testamento, para dejar asentada la noticia del nacimiento nada menos que de Jesucristo, el hijo de Dios? ¿No hay que partir, romper el pan para multiplicarlo y unir a todos en el banquete divino? Hasta lo más sagrado está atravesado por la «grieta». El problema, entonces, no es la «grieta»: es lo que hacemos con ella. Como vemos, la «grieta» también puede liberar o proveer el alimento.

Este texto, escrito por alguien que está del otro lado de la «grieta» que propone el gobierno, intenta ser una contribución mínima a la reflexión sobre el sentido, ya no religioso, ya no cultural, sino el sentido político de las Pascuas que se celebran. Hoy, en verdad, se reúne la familia a romper los huevos. Hay amor y hay peleas. «No hablemos de política», dirá alguna tía. «No hablemos de fútbol», dirá otro. Todos dan por convenido que no hablando de un tema o de otro se garantiza la paz y la convivencia familiar. ¿Entonces, sería mejor el silencio? Esa parece ser la síntesis.

¿Qué sociedad, como gran familia extendida, se construye callando, censurando o prohibiendo? ¿No son esos silencios convenidos una manera de ahogar las diferencias para erradicar las disputas? ¿Y esas disputas, realmente, se acaban? Nunca. Pueden ser ocultas. Pero nunca acaban. Tanto en la mesa familiar como en cualquier territorio: los medios, la familia, la política, la cultura, los negocios, todo es un campo de disputa, de tensiones, de diferencias, de divisiones. Hay que asumirlo, con palabras, sin gritos ni golpes ni censuras. Y aprender a conversar entre distintos, con los mismos derechos. No es fácil, pero ni siquiera intentarlo tiene costos peores. A veces, no basta con decir «Felices Pascuas» para que la casa esté en orden.

Los primeros cristianos eran judíos. Es probable que la Pascua cristiana sea la adecuación de la celebración del Pésaj. El significado es similar. Los judíos pasaron de la esclavitud a la libertad y los cristianos pasaron de llorar la muerte de su líder a celebrar su resurrección. En ambos casos, hay un pasaje de lo malo a lo bueno, de la oscuridad a la luz y del silencio a la palabra. Desde esa perspectiva política, atravesar la «grieta» puede ser un desafío pascual. Que empieza en la mesa de hoy. «

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