Formó parte del PRT-ERP. Pasó cuatro años preso y logró exiliarse en Francia. "Aquella experiencia sigue permanetemente presente", señala. Se refiere al respeto que inspiran quienes han vivido la persecusión, la tortura, la prisión. Y agrega: "No nos respeten tanto".
AP: No te preguntaría directamente cuál es tu lectura del período que te encontró militando en el PRT-ERP, incluso formando parte de su brazo armado, sino ¿qué hipótesis tenés sobre la forma de leer históricamente las situaciones? Al mismo tiempo, esa experiencia fue para vos una marca, siempre presente en tus análisis, pero esa forma de estar presente supone una distancia interna, un corrimiento. Es decir, la forma en que te sigue afectando y seguís recuperando aquel tiempo supone una discontinuidad a partir de la cual podés pensarla.
MB: Una experiencia como esa, haber formado parte del PRT-ERP, los cuatro años de cárcel, la tortura, la muerte de compañeras y compañeros, marcó mi vida, más allá de otras experiencias también muy decisivas para mí como mis tareas de investigación, mi participación en espacios políticos alternativos, incluso la experiencia de ser padre. Aquella situación, entonces, sigue permanentemente presente, ¿pero de qué manera? Necesitaría para reflexionar sobre eso un paréntesis para una pequeña filosofía de la historia o, en un sentido clínico, un pensamiento del paso del tiempo. Las experiencias vividas, al cabo de un tiempo, cuando se cierran como tales y pasamos a otra cosa, dejan a los protagonistas tan afuera de ellas como las personas que no las vivieron. Lo que no significa en absoluto que sea lo mismo haber vivido una situación que no haberla vivido, porque el haberla vivido te esculpe como una escultura, te marca, te proporciona un saber que quien no vivió esa experiencia no tendrá nunca. Quienes vivimos esa experiencia, somos ahora como extranjeros, quedamos, en algún punto, afuera. Es por eso que quienes utilizan una experiencia tan fuerte para legitimarse en el presente y hacerse respetar, transforman la situación en una especie de mentira. Parece increíble, pero lo pude percibir incluso en mi trabajo clínico: cundo alguien sistemáticamente evoca una experiencia que ha tenido para explicar un montón de otras situaciones sucesivas lo que pasa es que poco a poco, la misma persona, va a sentir que esa experiencia a partir de la cual se valoriza y obtiene ciertos beneficios, es una mentira. Lo vi en pacientes decenas de veces, tal vez no refiriéndose a la tortura, pero sí a maltratos y hechos violentos, que al cabo de un tiempo les pasa algo muy extraño, empiezan a sentir que es mentira lo vivido, cuando en el fondo saben de su existencia. Lo que ocurre es que esa forma de legitimación, de mala fe, transforma una experiencia verdadera en un mecanismo de mentiras.
AP: Esa mala fe, que, entre otros criticaba y describía muy bien Sartre, no necesariamente se define como un mecanismo intencional, premeditado, sino que aparece incluso a las espaldas de quienes transforman en una identidad eterna lo que fue acontecimiento situado. Quiero decir, que no se trata de una acusación personal, sino de un señalamiento subjetivo, existencial.
MB: Claro, es como si quien vivió aquella experiencia le dijera al resto que no pueden ni entender, ni medirse con él. Como si hubiera una especie de superioridad… cuando en realidad ¡es esa la mentira! Porque cuando la situación se cerró no sos más el comandante, el combatiente, el preso. Pretender seguir siendo lo que la situación cerró vuelve mentirosa la operación y habilita incluso cierto abuso de poder. La mala fe significa justificarse en el presente a partir de una experiencia del pasado que, en sí, está cerrada. Y es un problema que atraviesa a nuestra generación, “la generación de las guerrilleras y los guerrilleros”, que vivimos una historia muy intensa, que marcó la historia del país e incluso internacionalmente es muy conocida; existe la tentación de utilizar eso… Pero mientras más lo utilizás, más se aleja de vos. En cambio, en la medida en que lo respetes, te puede formar, puede ser como una formación de base. Pero no se puede utilizarlo de cualquier manera, que es lo que muchos compañeros y compañeras hacen, no necesariamente de mala leche.
AP: ¿Qué otros usos podría haber, distintos a ese tipo de utilización que criticás con claridad? Teniendo en cuenta que las formas de valorización del pasado también cambian en virtud de nuevas situaciones que permiten resignificar o volver a plantearse incluso preguntas similares bajo otras condiciones, pesando más las condiciones que el contenido de las preguntas.
MB: El pasado tiene dos características que van juntas y, al mismo tiempo, entran en conflicto. Por un lado, el hecho de quedar crípticamente cerrado dejándonos afuera. Lo vivimos, lo protagonizamos y a la vez somos otros. Pero la otra característica es que el pasado, que por definición no puede cambiar, sí cambia de significación en la medida en que vivimos otras situaciones. Porque cuando estamos dentro de una situación, estamos dentro de una finitud absoluta; acá y ahora la significación se juega en este espacio cerrado de la situación, y en esta situación A y B son diferentes, no es lo mismo ser derecho que traidor, etc. Pero después, cuando la situación queda históricamente cerrada, su significación va cambiando; entonces, algo que fue muy doloroso y traumático, de repente se transforma cuando te das cuenta que te dio una experiencia de resistencia, de profundidad o lo que fuera… Eso que tuvo un sentido en situación, a partir de las situaciones posteriores puede modificarse, siempre de manera conflictual. Por eso nadie puede decir “Yo en esta situación tuve razón, entonces soy el señor que tiene razón”. No. En una determinada situación, con esos datos y posibilidades había algo que podía dar razón, pero más allá de la situación o en otra situación la significación va cambiando y nuestra relación con eso es más compleja.
En los años setenta, se leía a un Marx que había escrito que la violencia era la partera de la historia o se pensaba que el arma de la crítica no podía reemplazar a la crítica por las armas. Funcionaba como una evidencia tanto para los fascistas como del lado revolucionario que era una cuestión de violencia. Incluso los partidos de izquierda que no asumían la lucha armada, decían que no lo hacían porque no era el momento. Pero para casi todos había un sentido de la historia. Nosotros hoy vivimos completamente en otra situación. Cualquier idea de un sentido de la historia o de una toma violenta del poder que podría cambiar la historia, ya no quiere decir nada. En la época de la complejidad, la justicia social, la lucha por la liberación se dan de maneras muy diferentes. No es ni bueno ni malo, es el devenir de la vida que impide posiciones dogmáticas, que alguien diga desde un pedestal para dónde deben ir sus tropas.
AP: Pero, por otra parte, quienes critican la “violencia de los setenta” desde una especie de posición moral ahistórica, también desconocen la concepción de la situación que planteás, y desde una mirada algo lineal y, creo, cómoda, cuando no directamente interesada, demonizan a las experiencias políticas que tuvieron su brazo armado.
MB: Claro, porque la situación queda cerrada para todo el mundo, también para ellos. Está clarísimo que si hoy un grupo de gente se reúne, toma las armas y apunta al poder para recrear la dictadura del proletariado, está en pedo. Pero pretender criticar a quienes tomaron las armas en aquel momento con los elementos de la situación presente es una forma de analizar en espejo. Hoy en día quien dice “cómo se les puede ocurrir tomar las armas y atacar cuarteles”, puede referirse al presente, pero no trasladar linealmente esa percepción a las décadas en que la lógica era otra. Falta cierta madurez, una sabiduría que permita ni reivindicarse como si la situación continuara, ni tampoco analizarla desde un punto de vista ajeno y condenatorio, por fuera de toda comprensión de la situación.
AP: ¿Por eso vos desarrollaste una mirada crítica de las continuidades militantes, tanto como de diversos aspectos de aquel tiempo, pero nunca te arrepentiste? Como si el arrepentimiento significara entregar la cabeza de lo que fue situado, con su sentido irreductible y sus consecuencias, a la visión moralizante o incluso a una perspectiva que tiene especial interés en volver sobre los setenta para condenar las luchas del presente.
MB: Yo pienso que en los años setenta en la Argentina había algunas opciones relacionadas con la liberación y la emancipación que, por otra parte, parecían encontrarse a la vuelta de la esquina. De la misma manera que cuando empecé a estudiar medicina, todos pensábamos que en el año 2000 íbamos a curar todas las enfermedades… de hecho, no teníamos dudas de eso porque en realidad así funciona el sentido de la historia y del progreso. Entonces, en esa época, quedarme fuera de esas opciones, no hacer nada o transformarme en un psiquiatra o psicoanalista de Barrio Norte y mirar para otro lado cuando un Ford Falcon se tragaba a una chica o a un chico, hubiera sido una canallada. Lo que yo hice lo considero aún hoy en día una posición aceptable dentro de lo que en esa época distribuía las asimetrías. Por eso yo estoy contento de haber participado, más allá de la crítica que hago a ciertas formas y excesos. Y trato en esta época, mucho más compleja, de ser lo más atinado posible en mis elecciones, como lo intenté en aquella época. O sea, que no se trata de una reivindicación en bloque, como en una línea continua, sino que reivindico una actitud… Espero en esta época y a mi edad tener el mismo tino para mis elecciones presentes que tuve en esa época de acuerdo a las opciones con que contábamos.
AP: Sin alejarnos de esa reflexión, me parece que hay un punto muy sensible que no podemos soslayar, como fueron las muertes de personas que no formaban parte de la confrontación o del enfrentamiento directo. Ya que no pocas veces se escuchó el argumento de los “daños colaterales”, típico del lenguaje bélico. ¿Qué te pasa a vos con eso?
MB: Yo en esa época no aceptaba eso. Habíamos unas cuantas y unos cuántos que éramos claros en eso. El fin no justifica los medios. No todos pensaban así, de hecho, la mayoría aceptaba la lógica del fin que justifica los medios. Yo formaba parte de quienes no piensan eso en absoluto. Yo no acepto como justificación el daño colateral. Creo que cualquier muerte ajena al enfrentamiento es inexcusable, por ejemplo, la hija del capitán Viola quedará para mí y para quienes pensábamos así como una herida terrible, imposible de curar. Fue un horror que no tiene ninguna justificación se llame como se llame la víctima. El problema de fondo es que hay gente que gusta del poder, que se mueve por las Ideas, gustan de manejar a los otros en un tablero de ajedrez. Pero también, como dice una canción, están los militantes de la vida. Para mí no se trata de morir por ideas ni mucho menos mandar a morir por ideas; para un militante de la vida eso no tiene lugar, es cosa de militantes tristes que aman el poder más que la liberación, y encuentran justificaciones a los “daños colaterales”. Ninguna persona que luche por la libertad, por la emancipación, puede justificar medios por fines; el fin y los medios están siempre confundidos, entremezclados. Hacer terrorismo y matar gente es una posición reaccionaria más allá de la idea en nombre de la cual se haga, porque utiliza a las personas como medio para un fin. Tenemos que aprender a militar por la vida y no por ideas, ese mundo platónico de los que aman el poder, porque no se trata de amar el poder, sino la libertad. Esa es la diferencia entre terrorismo y lucha armada: la lucha armada es el enfrentamiento con un enemigo, opresor, torturador, genocida; el terrorismo es un acto siempre reaccionario que utiliza vidas humanas.
AP: En relación a la polémica que tuvo lugar la última semana, tras unas declaraciones de Fernando Vaca Narvaja, ex miembro de la cúpula montonera, quien en una entrevista reivindicó la llamada “contraofensiva” que tuvo lugar entre 1979 y 1980, ¿cómo la analizarías? Teniendo en cuenta que se trató de una decisión de cúpula montada sobre la percepción de una resistencia popular incipiente contra la dictadura y que significó un riesgo para muchas y muchos, finalmente mortal.
MB: A pesar de no haber formado parte de montoneros (yo era “Perro”), me permito una mirada. Creo que la contraofensiva fue un ejemplo clarísimo de cómo se sustituyó a la vida, a la lucha concreta de las personas, al aumento de la fuerza desde abajo, es decir esos procesos reales y orgánicos, por ideas e imágenes e incluso golpes publicitarios. Es un poco como Charlie Chaplin en aquella película donde agarra del suelo una banderín rojo que se había caído de un camión y la manifestación que estaba en el lugar comienza a seguirlo. Los líderes tratan de hacerse de un evento real, el hecho de que la gente empezaba a estar podrida de la dictadura y que aparecían indicios de resistencia organizada. Ellos trataron de subirse a ese caballo, sacrificando vidas no de manera accidental, sino también como una necesidad martirológica. Yo tengo un hermano de crianza que murió en la contraofensiva, Raúl Milberg, y siempre lamenté muchísimo que él muriera en un tablero de ajedrez donde algunos mariscales delirantes movían las piezas humanas. Por eso cuando escucho a quienes tuvieron la experiencia que tuve yo o incluso a quienes tuvieron por sus rangos responsabilidades mayores, me parece que nos respetan demasiado. Y encuentro eso terrible, porque nos deja fuera de la situación, es un respeto tramposo y de mierda. No somos héroes intocables y tampoco merecemos que nos demonicen. La persona que somos no es propietaria de los actos que llevó cada quien adelante entonces, porque la vida no es algo personal, en todo caso, participamos de una apuesta. Los que se sienten propietarios forman parte de una tristeza total. Muchas veces el respeto es de buena fe, ya que la experiencia de la persecución, la tortura, la prisión, fue sin dudas muy singular. Pero mejor no nos respeten tanto.
*Ensayista, editor (Red Editorial), docente (UNPAZ, UNA), integrante del Instituto de estudios y Formación de la CTA A.
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