«Con esto de la delincuencia caemos todos en la misma bolsa»

Por: Nicolás G. Recoaro

Quince mil personas convocó en Parque Avellaneda la fiesta de Alasita, encuentro mayor de la colectividad boliviana en Argentina.

“Acerque el Ekeko, casera”, ordena el yatiri a una auténtica cholita paceña de elegante pollera bordó. El sabio andino baña entonces la figura del morrudo diosito con humo de incienso y unas gotitas de alcohol fino. “Harto rato hay que esperar para tener turno para la chall’a, pero la fiesta no está completa si mi Ekeko no recibe la bendición”, explica paciente Julia Vargas, una migrante que llegó a la Argentina hace más de 20 años, mientras el chamán termina su faena recitando una oración en aymara. El bigotudo Ekeko que abraza Vargas con amor maternal está cargado con fajitos de pesos argentinos y dólares norteamericanos, pequeñas bolsas llenas con arroz y fideos y un par de electrodomésticos del tamaño de un meñique. “Ojalá se cumplan mis sueños para este año. Creo que si uno los desea, van a hacerse realidad. La fe mueve montañas”, confiesa la señora y luego se pierde entre la multitud. Es que los sueños, sueños son, pero en la feria de la Alasita, si no realidad, cuanto menos se hacen miniatura.

El pasado martes, como todos los 24 de enero desde hace más de diez años, la nutrida comunidad boliviana en la Argentina volvió a celebrar esta fiesta cuya idea germinal es comprar objetos en miniatura para rendirle tributo a la milenaria deidad andina de la abundancia. Y para que se vuelvan reales. “Cuando comenzó era un festejo pequeño de la colectividad, pero luego pasó a ser una fiesta mayor que integra a vecinos de toda la ciudad”, cuenta Edgar Colque, integrante del Centro Cultural Autóctono Wayna Marka y curtido organizador del evento que, pese a caer en día laboral, convocó a casi 15 mil personas en Parque Avellaneda.

“Viene la gente porque todos tenemos un anhelo, una esperanza, un proyecto de vida. Y ese sueño se compra en la fiesta. Se venden autos, casas y hasta locales comerciales. También los padres compran títulos universitarios: sueñan con que sus hijos sean médicos o abogados. Esos deseos nos impulsan y, con el tiempo, también con mucho trabajo y fe, se cumplen”, completa Colque, docente, hijo de un sastre orureño que llegó a la Argentina a finales de los ’60. Y explica que las autoridades porteñas “son un poquito reacias a esta celebración. No sé muy bien por qué, siempre nos piden un papel más. Igual, nosotros no bajamos los brazos, porque queremos mantener viva nuestra cultura”.

Este año, el otro festejo, el auspiciado por el gobierno porteño, se desarrolló en el Parque Indoamericano, el mismo escenario que en diciembre de 2010 ardió en violentas jornadas por una toma masiva. Por esos días, el entonces jefe de Gobierno Mauricio Macri señaló a la “inmigración descontrolada” como causante de la violencia. “Por la discriminación que sufren, muchos hijos de bolivianos son forzados a sentirse avergonzados de sus raíces. Y con este discurso de la delincuencia, caemos todos en la misma bolsa”, dice Colque.

En Parque Avellaneda, cerca del escenario donde la agrupación Tatú Orquestina arremete con inoxidables huaynos, cuecas y sanjuanitos, la abogada Carmen Burgos reparte volantes del INADI. Es miembro de la Comisión de Juristas Indígenas de la Argentina y coordinadora del Programa de los Pueblos Originarios del organismo, y asegura que estos festejos revitalizan la cultura de los migrantes: “Alasita es un claro ejemplo de cómo la espiritualidad y la cultura se transpolan con las personas. En las generaciones de mis abuelos, que eran de Jujuy, Bolivia y Chile, estas prácticas se hacían puertas adentro. Esta visibilización es muy importante”.

Pese al clima festivo que rodea la feria, la letrada oriunda de La Quiaca encienda alarmas sobre los cambios en las políticas migratorias que impulsa el Ejecutivo nacional: “Cada día hay noticias poco alentadoras que afectan a los colectivos históricamente discriminados. Los migrantes están muy preocupados, y no es para menos, porque no hay criterios claros de cómo se van a dar los cambios.” Burgos resalta que desde las organizaciones sociales y la sociedad civil empezaron a sentir la necesidad de volver a nuclearse: “Nadie quiere que estas medidas restrictivas terminen tergiversando el trabajo que desarrollamos durante años”.

Los visitantes se apiñan en los puestos montados en las canchitas de fútbol. La térmica merodea los 30 grados y los estoicos puesteros ofrecen su variopinto menú de miniaturas. Están los comerciantes polirrubro pero también los especializados: automotores, bienes raíces, papel moneda. “Acá no devaluamos, 3000 dólares a 10 pesos”, vocea un arbolito alasitero.

La joven puestera Gisela Copa cuenta que las preferencias de los compradores han bajado del pedestal al eterno Ekeko, “porque este es el año del gallo, que te ayuda a encontrar pareja: a mí me cumplió”. Su novio la custodia de cerca con mirada empalagosa. Copa dice que también ha crecido la demanda de los DNI y de títulos de bachillerato. Y agrega que no está de acuerdo con las medidas antimigrantes que impulsa el gobierno nacional: “Creo que más que cerrar, hay que abrir, ser solidarios, no discriminar a los que vienen a ganarse la vida”.

A pasitos de los puestos, se encuentran los restaurantes al aire libre, donde venden sopas (chairo o de maní), salteñas o las inevitables salchipapas, además de los platos más elaborados como el fricasé de res, la papalisa, los crocantes pejerreyes y el auténtico plato paceño, emblema culinario de la Alasita. El calor no afloja y las cocineras se juegan la vida para sacar crocantes los platos en el improvisado patio de comidas. Mientras come un platazo de chicharrón acompañado por su familia, Julio cuenta que el festejo porteño no tiene nada que envidiarle al del Altiplano. En los ’90, dejó la Villa Imperial de Potosí y se radicó en la estigmatizada Villa 1-11-14 del Bajo Flores. Trabajó muy duro en un taller textil, pudo criar a sus cinco hijos y ahora tiene un local de ropa en Aldo Bonzi. Hoy compró la figura del toro, para que le dé fuerzas para encarar el año. “Acá hice mi vida –confiesa–, y me preocupa que nos echen la culpa a los extranjeros por las cosas malas que pasan. Creo que la salida no es expulsar, sino integrarnos más.” Pese a los malos tiempos, está contento. Con una alegría que es común a bolivianas y bolivianos en sus días libres. “Raza de bronce” los han llamado, por el modo en que trabajan: pero también por el modo en que festejan. Con todo derecho. «

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