En el mundo pre-COVID, las provincias reclamaban más participación en los recursos que recauda el Estado nacional, y más autonomía -o sea, menos intromisión del Estado nacional- para gestionar sus territorios. Esa lógica parecía que nunca iba a cambiar. Sin embargo, en el mundo COVID, las cosas son al revés: las provincias quieren más independencia para recaudar y manejar sus cuentas, pero que el Estado nacional se meta cada vez más, sobre todo para la gestión de la pandemia. Por ejemplo, hay provincias que quieren hacer reformas previsionales locales y emitir sus propios bonos para gastos corrientes, y le piden al Estado nacional que declare el estado de sitio y que “se haga cargo” de la cuarentena. La lógica es maximizar los recursos propios y minimizar los costos políticos.
La sociedad acompaña estas tendencias. En el mundo pre-COVID, descentralizar el poder nacional en favor de los gobernadores, intendentes y la sociedad civil siempre estaba bien visto. En el mundo COVID, en cambio, la sociedad reclama un presidente más fuerte, que planifique y decida. Tanto fue así que cuando el presidente le pidió auxilio a los poderes locales para controlar precios o rutas nacionales, generó la sensación de que se estaba desbordando por la crisis.
¿Cambiará el balance interno? En el mundo pre-COVID, la política argentina estaba dominada por los votos del Conurbano bonaerense, y por los dirigentes políticos de la Capital. La región metropolitana, además, era el núcleo duro de la grieta política y social. Las últimas marchas y movilizaciones en las calles, ahora canceladas por tiempo indefinido, estaban protagonizadas por los pobres del conurbano que reclamaban subsidios y pensiones, por los asalariados en blanco que se oponían a los impuestos al salario, y las clases medias-altas porteñas que pedían el fin del cepo cambiario. Pero ahora, en el mundo COVID, el área metropolitana se transformó en una sola, unida por el riesgo de la propagación del virus. Todas esas divisiones entre porteños y conurbanenses, que parecían explicar el ritmo de la política, perdieron sentido una vez que todos ellos pasan a formar parte de una gran zona de riesgo llamada AMBA, donde pobres y ricos quedan encuarentenados por igual. Mientras el resto del país (“el interior”), que sufre mucho menos los efectos del virus, regresa de a poco a la “nueva normalidad”.
Una primera pregunta, entonces, es si toda esta reorganización territorial es algo provisorio, o si algunas de estas novedades llegaron para quedarse. La segunda, derivada de la primera, es si la lógica política del territorio cambiará. Tal vez, el AMBA desbordado ya no sea un lugar atractivo para proyectar liderazgos nacionales, y la provincia necesite otra forma de ser gobernada. La combinación de la crisis sanitaria, el derrumbe económico y la desarticulación de la vida social van a imponer, pronto, la necesidad de hacer algo allí. Frente a esta cuestión recurrente, desde el no-peronismo se propone, hace un tiempo, la división de la provincia, para poder administrarla razonablemente.
El argumento dice que la provincia es muy extensa y heterogénea, y que no justifica su unidad. Probablemente no ignoran que ello también implica la posibilidad de que Juntos por el Cambio, o como se llame el no-peronismo en el futuro, gane una o dos gobernaciones más. Pero el problema de ese planteo es que carece de una visión integral sobre el territorio argentino y sus problemas actuales. ¿Para qué necesitamos más provincias, si el problema de fondo es la excesiva descentralización del Estado argentino? Lo que la Argentina necesita es más gobierno nacional. La pandemia demostró dos cosas. La primera es que el Área Metropolitana de Buenos Aires es una región única con problemas comunes e interrelacionados, por lo que si hay una reforma territorial necesaria en el país está ahí y no en otra parte; la megalópolis argentina necesita un nuevo tipo de gobernabilidad, en la que las autoridades nacionales, bonaerenses y porteñas unifiquen todas las decisiones. La segunda es que para planificar políticas públicas y desarrollar estrategias económicas a largo plazo, el gobierno nacional necesita recuperar facultades y funciones de las que se desprendió apresuradamente en los años noventa. Hay que volver, al menos, al federalismo centralizado anterior a 1994: el actual modelo de fragmentación fracasó.
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