Su inicio también resultó algo surrealista: ese mismo hombre, pero a los 26 años, rasgaba en una guitarra los acordes de “Mariel y el capitán”, el hit de Sui Generis, cuya letra supo desafinar sin pudor antes de seguir con un tema de Moris; lo cierto es que solía despuntar su pasión por el rock nacional en un sótano de la Esma bautizado la “huevera”, ante cautivos sometidos al trabajo esclavo. Ellos lo miraban con recelo. Bronceado, siempre vestido con camisas a cuadros y vaqueros, Sánchez –a quien allí se lo conocía por “Omar” o “Chispa”– acostumbraba a visitarlos con una gran asiduidad para sacudirse así el estrés de la “lucha antisubversiva”. En tales ocasiones se exhibía amigable, a pesar de que sus víctimas estaban alojadas en ese lugar. Se trataba de un oficial de Prefectura asimilado al Grupo de Tareas (GT) 3.3.2 de la Armada. Ya tenía en su haber alrededor de 90 secuestros. Y ahora estaba en el umbral de un operativo que lo marcaría para siempre. Era el 24 de marzo de 1977.
Al caer la noche de ese mismo jueves, el escritor Rodolfo Walsh –quien permanecía oculto con su compañera, Lilia Ferreyra, en una casa próxima a la laguna de San Vicente– terminaba de ensobrar seis copias de la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, un texto que había tardado casi tres meses en redactar. Pensaba despacharlas por correo a la mañana, además de cubrir una cita en la Capital. Pero ahora, ajeno a tal perspectiva, salía al jardín abrazado a Lilia para desfrutar de un cielo sin nubes, atravesado por las estrellas.
Tal vez no era consciente del disgusto que le había causado al jefe de la Esma, el capitán Jorge “Tigre” Acosta. Porque en un informe difundido en octubre por la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA) –fundada y dirigida por él como parte de su desempeño en el área de inteligencia de Montoneros– reveló detalles secretos del GT 3.3.2, como el listado de los móviles utilizados por las patotas y la nómina de sus integrantes, hasta con sus domicilios, entre otras precisiones. Una hazaña en medio de la masacre. Y que presentaba un lado cómico. Porque ANCLA –una sigla de inevitable resonancia marinera– generaba confusión entre los hacedores del terrorismo de Estado. En la Esma se creía que era un invento del Ejército. Y en esa fuerza se sospechaba que sus boletines eran editados por la Armada a raíz de la rivalidad por el control de la Junta Militar.
Ya al clarear el viernes, Walsh partió hacia el centro de la ciudad. Desde luego, ignoraba que su cita estaba cantada. De modo que la patota de la Esma pudo emboscarlo casi en la esquina de Entre Ríos y San Juan. La voz de alto le bastó para cumplir su decisión de no entregarse vivo. Desenfundó entonces su Walter PPK calibre 22 para dispararles a los atacantes. Fue sólo un tiro. Así logró el final más benévolo: caer acribillado.
Lilia escribió alguna vez al respecto: “Pero ellos no alcanzaron a evitar el balazo más certero de su mejor arma. Poco antes, Rodolfo había descargado en un buzón las primeras copias de la “Carta de un escritor a la Junta Militar”.
Ese texto es aún hoy lo más lúcido y revelador que se haya escrito sobre aquel régimen de facto.
El grupo que acabó con Walsh estaba integrado por 14 represores; entre ellos, Julio Coronel, Enrique Yon, Pedro Salvia, Carlos Generoso, Juan Carlos Fotea, Juan Carlos Linares, además de los policías federales Ernesto Weber y Roberto Gonzales, junto a los prefectos Héctor Febres y “Chispa”.
Este último se encargó de enumerar la lista en otra visita a la “huevera”. El tipo estaba muy orgulloso de su participación en ese asesinato.
En rigor, ante los secuestrados siempre se mostraba muy expansivo. Lo prueban otras confidencias suyas en las visitas que les hacía. Tanto es así que le gustaba relatar las modificaciones en las formas de exterminio. Decía que al principio se colocaban las víctimas en un auto y se lo incendiaba; después los ahorcaban en la Esma para tirarlos al mar desde un avión y, al final, se los arrojaba tras ser dopados con Pentotal.
Martín Gras, uno de los sobrevivientes de aquel inframundo, mantiene un vívido recuerdo de él. “Dependía de Febres –señaló a Tiempo–, y era parte del personal de segunda. Un sujeto muy acomplejado”.
Sus dichos tienen un asidero de razón: los integrantes de Prefectura eran menospreciados por los oficiales de la Armada, quienes les habían puesto el simpático mote de “hidrocanas”. De hecho, cumplían las tareas más serviles. Y él en particular vivía mortificado por tal desprecio. Suponía que estaba para más. Y acostumbraba a jactarse de su vocación por el diseño naval, oficio que aprendió en paralelo a sus actividades represivas.
A eso se dedicó una vez concluida la dictadura. Primero en la provincia de Río Negro, donde fue directivo de la empresa Aguacampo y de la pesquera Camaronera. Allí, a fines de 2002, se lo declaró “persona no grata”, tras ser procesado por el juez español Baltasar Garzón.
Entonces recaló, siempre con dicho metier, en astilleros asentados en la ciudad brasileña de Angra dos Reis, situada en el litoral de Río de Janeiro. Hasta su arresto en 2013, por un pedido argentino de extradición. Pero tal instancia no llegó a buen puerto al darse a la fuga. Y prolongó su condición de prófugo hasta el lunes pasado. Aquel día fue capturado en la ciudad de Paraty, también en el sur carioca. Pero esta vez el Supremo Tribunal Federal de Brasil –en guerra con Jair Bolsonaro, un amante de las dictaduras militares– lo envió hacia su país tras un trámite exprés. Ahora deberá pagar por sus crímenes.
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