En los últimos años, los incendios forestales y de pastizales encendieron señales de alerta, aunque no las suficientes. Este verano, una ola de calor histórica se combina con las deficiencias del servicio eléctrico para provocar apagones masivos en las grandes ciudades, y eso sí parece llamar más la atención. Pero esas no son las únicas consecuencias. Detrás de los efectos abrasadores del sol y el fuego está la desatención de la cuestión ambiental por parte de gobiernos y empresas que priorizan un modelo de maldesarrollo en función del capital, lo que no hace más que agrandar el problema. “Ceguera ecológica”, llaman los investigadores Maristella Svampa y Enrique Viale a las posturas que subestiman la crisis y naturalizan los eventos climáticos extremos.
Quienes sí ven las consecuencias directas del desastre son quienes trabajan la tierra con sus manos, las familias campesinas que producen alimentos, las cooperativas y pequeños emprendedores rurales que no tienen margen para resistir si el Estado no se decide a intervenir a su favor.
Vacas flacas, tomates dormidos, alimentos más caros
“Al no haber pasto, las vacas están débiles y llegamos al límite de tener que deshacernos de los animales. En 2022 pagamos vacas a 150.000 pesos y la semana pasada tuvimos que venderlas a 35.000, porque cuando están así de flacas van directo al remate”, dice con angustia Erika Solís, quien se dedica junto a su familia a mantener un pequeño tambo en San Vicente, provincia de Buenos Aires. Si la vaca flaca siempre fue metáfora de malos tiempos, esta vez es apenas el síntoma de una crisis que va mucho más allá del animal: “Como no llueve y no hay pasto las vacas están débiles, y las que llegan al invierno van a llegar mal alimentadas, ahí se va a venir la peor parte”, explica la mujer. Detrás de esa realidad está el aumento del precio de la carne, pero también el de los alimentos para el ganado, porque al no haber pasto escasean los rollos de fardo y aumentan los costos de producción, incluso más que la inflación. “Hicimos las cuentas: comparando con el año pasado, de julio a hoy aumentó todo el triple”, confirma Erika. Además, agrega, “como las vacas en su desesperación se comen hasta la raíz, en las próximas temporadas tampoco el pasto va a crecer”. En busca de una solución colectiva, Erika se sumó a la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), y ahora es la delegada de los tamberos de su zona.
En Orán, provincia de Salta, no muy lejos de la frontera con Bolivia, Darío Moreno se dedica a la producción de cítricos, paltas y bananas. Tiene unas pocas hectáreas propias y otras las alquila. “Desde el año pasado el norte está con sequía, pero este año fue peor”, cuenta. “Los bananales no lograron recuperarse después de la última helada, y encima vino esta sequía. En todo el norte no llovió nada de lo que debería haber llovido. Ya no cargamos como antes 400, 1000 cajones… Ahora no hay nada. Por eso subió tanto el precio de la banana”, explica. La palta, a su vez, tuvo un rendimiento del 20% comparado con el año anterior, “no logró hacer volumen importante, salen con muy poca calidad y con subidas grandes de precio. No sabemos hasta cuándo va a seguir esto así”, se lamenta.
A dos horas de Orán, bajando hacia la provincia de Jujuy por la ruta nacional 34, en el departamento Ledesma (donde está el Ingenio del empresario Carlos Blaquier, fallecido días atrás, quien colaboró con la pasada dictadura militar para desaparecer trabajadores de su establecimiento) se encuentra Fraile Pintado. Se trata de un pequeño municipio donde se producen tomates, maíz, chauchas, berenjenas, morrones, pepinos y zapallitos. Allí Alicia Vega está perdiendo la plantación completa de tomates de esta temporada. “Estamos sufriendo muchísimo, escasea el agua, no estamos pudiendo regar ni seguir plantando. A otros compañeros que tienen plantas más adelantadas se les están secando, las plantas se duermen y no crecen. Por eso escasean después las frutas, y por eso los precios que tienen”, explica. Alicia entró en contacto con las comunidades campesinas de Yuto y Santa Clara, cerca de su pueblo, con quienes se organiza en la UTT. “Nos está costando lágrimas producir”, confiesa. Pero ella también se planta, y afirma que no va a abandonar su campo: “Lo único que sabemos es sembrar la tierra, ahora hacemos agroecología para mejorar los costos y producir sano, buscamos que eso lo vea el Estado y atienda nuestros reclamos”, exige.
En Santiago del Estero la sequía vino a agravar los problemas estructurales y a dejar expuesta la desigualdad. En toda la provincia solo el 54% tiene acceso al agua potable; se trata, en gran medida, de la población de los principales centros urbanos. En los pueblos y zonas rurales dependen de pozos precarios, ríos y bañados que, por la falta de lluvias y altas temperaturas, se secaron o mermaron sus caudales. El gobierno provincial anunció trabajos de canalización, pero las comunidades campesinas denuncian que no se las contempla en el plan de obras. «Envían agua para los grandes terratenientes del agronegocio y nos dejan desamparadas a las familias que producimos de forma agroecológica, cuidando los montes nativos y su biodiversidad”, denuncia Mariela Campos, quien trabaja su parcela de tierra en el departamento de Figueroa, corazón de la provincia. A esa denuncia se sumaron familias de pequeños productores de los departamentos de Siplica y Atamisqui, que coordinan sus reclamos a través de la UTT. “Sin agua no hay alimentos”, es la consigna que las unifica.
Y por el Estado cómo andamos
Atrás quedó el encuentro de la Mesa Agroalimentaria Argentina con el ministro de Economía Sergio Massa, quien a finales de enero les prometió un fondo rotatorio para brindar asistencia y el destino por parte del Banco Nación de 50 mil millones de pesos en líneas de crédito para los pequeños productores. Desde entonces, la crisis de las familias campesinas y de las cooperativas de base que no tienen margen para esperar que el clima revierta su tendencia, se profundizó; la desidia de los funcionarios y la burocracia del Estado hacen que la ayuda anunciada, aun siendo limitada, todavía no haya llegado a quienes más la necesitan.
Las entidades tradicionales como la Sociedad Rural, Coninagro, Confederaciones Rurales y la Federación Agraria, nucleadas en la Mesa de Enlace, también levantaron la voz, aunque en su caso las medidas que reclaman son las de siempre: baja de retenciones, liberación de exportaciones o un nuevo dólar-soja. «Las patronales rurales solo buscan aumentar la renta empresaria. Los pequeños y medianos productores peleamos desde el surco, cada día, por una ley de acceso a la tierra, por el desarrollo de las economías regionales y porque el alimento sea un derecho y no una mercancía en un país donde la mitad de la población es pobre», afirma Nahuel Levaggi, coordinador nacional de la UTT y referente de la Mesa Agroalimentaria Argentina.
“Para poder romper con la ´ceguera ecológica´ de gran parte del establishment (los lobbies políticos, económicos y mediáticos) y replantear las condiciones de habitabilidad de nuestra tierra, es necesario indignarse, luchar colectivamente y expandir el horizonte de la imaginación política”, dicen Maristella Svampa y Enrique Viale, quienes, al igual que las organizaciones campesinas, coinciden en que “hay que combatir estos tiempos de resignación y pasar a la acción”.
Las organizaciones de la Mesa Agroalimentaria Argentina en el último tiempo redoblaron sus reclamos. Exigen “políticas públicas para garantizar el acceso al agua para el campo que alimenta, un Plan de Emergencia Agropecuaria y la implementación de las leyes de Acceso a la Tierra que permitan mejorar las economías regionales y sostener al campesinado”. Los pequeños productores, explican, son los que producen los alimentos que “verdaderamente llegan a la mesa de los argentinos”.