Cambiemos de objetivo: de la pobreza cero al déficit cero

Por: Agustín Mario

El peso argentino es la moneda que más se ha depreciado respecto del dólar estadounidense en todo el planeta durante el último año: el tipo de cambio nominal ha subido más de un 120 por ciento, pasando de 17,40 a 38,40 pesos por dólar. Diez días atrás, asistimos a la fase más aguda de esta depreciación, cuando el precio del dólar se incrementó en casi 20 por ciento en tan sólo dos días, subiendo desde los 31,90 del martes 28 a los 38,20 del jueves 30. En este contexto, la cotización de la moneda estadounidense es seguida minuto a minuto por los canales de noticias, los cuales, independientemente del tema que estén tratando, guardan celosamente una porción de sus pantallas dedicada exclusivamente al tipo de cambio. Quizás debido a las recurrentes crisis económicas que ha atravesado nuestro país, en la Argentina, todos parecen conocer la cotización del dólar. Lo cierto es que el precio del dólar juega un rol fundamental en la economía nacional, no sólo por su influencia sobre el valor de las importaciones (algo común a cualquier país) sino por su efecto sobre el precio de los exportables (a grandes rasgos, alimentos).

¿Cómo llegamos: pesada herencia y tormenta externa?

El 16 de diciembre de 2015, a pocos días de asumir, la Alianza Cambiemos a través del por entonces Ministro de Hacienda, Alfonso Prat Gay, anunciaba el fin del denominado “cepo cambiario”. Al eliminarse el control de cambios vigente durante el segundo mandato de Cristina Fernández, en los hechos se unificaba la cotización del dólar, que se ubicó inicialmente en torno a los 14 pesos por dólar (una devaluación de alrededor del 44 por ciento). El supuesto “éxito” del levantamiento del cepo (digamos, el hecho de que la devaluación inicial fuera, según la mayoría de los analistas, acotada) se debió, en buena medida, a otra política adoptada en simultáneo: el fuerte incremento de la tasa de interés (de alrededor de 10 puntos porcentuales).

Así, las (ahora famosas) LEBACs, funcionaron como un dique de contención para el precio del dólar, ofreciendo elevadas tasas en pesos: un auténtico “ingreso básico” para aquellos que ya tienen dinero. En este contexto, el gobierno pudo vanagloriarse acerca del fin del cepo cambiario y la instauración de un régimen de tipo de cambio flotante (en realidad, flotante con tasas “altas”). Reapareció así en nuestro país, la tristemente célebre bicicleta financiera (la combinación de elevadas tasas en pesos con un tipo de cambio nominal relativamente estable que permite, mientras dure dicha estabilidad, hacerse de fuertes ganancias en dólares), con sus consecuencias en términos de entrada de capitales y apreciación del peso. A esto se sumó un sostenido incremento del endeudamiento en dólares que pasaron a engrosar las reservas (y contribuyeron aún más al control del tipo de cambio), aprovechando lo que se consideraban tasas de interés “bajas” (en parte debido al contexto internacional, pero también al bajo ratio deuda en dólares/PIB heredado del gobierno kirchnerista).

Como enseña la historia económica nacional, la devaluación es, al menos inicialmente, recesiva. En 2016, la economía argentina se contrajo un 1,3%, y se incrementaron el desempleo y la pobreza. Además, como consecuencia del fuerte salto en el tipo de cambio, se disparó la inflación hasta un promedio de 40% anual. La idea original de ir reduciendo la participación del gasto público en el PIB manteniéndolo estable en términos reales no dio resultado como consecuencia del achicamiento de la economía; ocurrió todo lo contrario, el déficit fiscal se incrementó como porcentaje de un PIB más pequeño (a lo que contribuyó también el efecto de la contracción en la recaudación de impuestos).

La estabilización del tipo de cambio (y el nivel de precios), junto con las elevadas tasas en pesos, probó (una vez más, como tantas veces en nuestra historia) ser eficaz como estrategia de corto plazo para recuperar los salarios reales (2,4%), la actividad económica (3,9%) y reducir la pobreza (4,6 puntos porcentuales) en 2017. Lo que es más importante, permitió a la Alianza Cambiemos ganar las elecciones de medio término. No obstante, luego de los comicios de octubre se hicieron evidentes muchas de las inconsistencias de la política económica.

El sostenimiento de tasas altas en pesos a través de la colocación de LEBACs implicaba que la tasa de interés se convertía en una variable endógena -y no una decisión de política-: tenía que ser lo suficientemente elevada para inducir a los tenedores a quedarse en pesos, evitando así presiones sobre el precio del dólar. Las limitaciones de esta estrategia son conocidas: por un lado, las altas tasas implican costos en términos de actividad y empleo; por el otro, implican una significativa vulnerabilidad externa –flujos de capitales que pueden revertirse ante cambios en las condiciones internacionales, como finalmente ocurrió, y esto más allá de lo elevada que sea la tasa en pesos-.

Además, la política de acumulación de reservas del BCRA (algo extraño en un régimen de tipo de cambio que se decía – ¿dice?- flotante), junto con las necesidades de “financiamiento” del Tesoro, actuaron en sentido opuesto a la contracción monetaria que implicaba el mecanismo de las LEBACs. De hecho, en la conferencia de prensa de diciembre de 2017 en la que se anunció el relajamiento de las metas de inflación para los próximos años, se incluyó el fin de los “adelantos transitorios” del BCRA. En este contexto, a comienzos de 2018, los vencimientos de los títulos en pesos del BCRA se transformaron en verdaderos testeos de la capacidad del gobierno para sostener la estabilidad del precio del dólar y con él, la bicicleta financiera.

La política del BCRA ante las tensiones cambiarias (por ejemplo, interviniendo para poner un tope de 25 pesos por dólar) pusieron de manifiesto el “miedo a flotar” de la Alianza Cambiemos, marcando el comienzo del fin de la gestión del ex secretario de política económica de Domingo Cavallo, Federico Sturzenegger, al frente de la autoridad monetaria.

En junio, en un marco de caída sostenida de las reservas internacionales y crecientes interrogantes acerca de la capacidad del gobierno para pagar los vencimientos de deuda en dólares, el presidente Macri decidió volver al FMI, acordando un programa stand-by por 50 mil millones de dólares, a ser desembolsados durante 36 meses. El acuerdo, que, según el gobierno y el FMI, era consistente y sostenible económica, social y políticamente, permitiría transitar las turbulencias internacionales, al tiempo que incluiría (por primera vez en la historia) una salvaguarda para proteger a los más vulnerables (monitoreo de indicadores sociales). Las condicionalidades principales del acuerdo venían dadas por: la reducción del déficit fiscal (primario); y, el fortalecimiento de la autonomía del BCRA. Este último punto suponía reducir el stock de LEBACs. Para esto, el gobierno canjeó LEBACs (en pesos, siempre pagables) por Letes (títulos en dólares, una moneda en la que un default es técnicamente posible), incrementando significativamente el riesgo de no cumplimiento de los vencimientos de la deuda en dólares.

Al poco tiempo de sellado el acuerdo, el recrudecimiento de las tensiones cambiarias puso de manifiesto sus limitaciones y forzó al gobierno a una (temprana) renegociación, que tiene lugar por estos días. El adelanto de los desembolsos que solicitará el gobierno implicará, casi con seguridad, un endurecimiento de las condicionalidades (especialmente en el frente fiscal).

¿Qué medidas se anunciaron?

En el diagnóstico oficial, el problema de fondo de la economía argentina es el déficit fiscal: se argumenta que, como un hogar o una firma, los gobiernos no pueden gastar sistemáticamente por encima de lo que recaudan (“vivir de prestado” en las palabras del presidente). En esta línea, la suba del precio dólar se debería a que el ajuste fiscal no se hizo lo suficientemente rápido (gradualismo): es necesario acelerar el ajuste. En el acuerdo con el FMI, la meta era un déficit primario (antes de intereses) de 1,3% del PIB. Ante el fracaso de dicho acuerdo, lejos de cambiar de rumbo, lo profundizan (en lo que sería algo así como aumentar la dosis de un remedio que tiene efectos nocivos): proponen ir a déficit (primario) cero en 2019. Pareciera, por otra parte, que lo que es malo es el déficit primario; el financiero sería, de algún modo, de una naturaleza distinta, lo que constituye, lisa y llanamente, un sinsentido. Si se lo considera negativo, lo que debería eliminarse es el déficit total (no sólo el primario).

Para alcanzar el tan mentado déficit cero, además de la poda del gasto público, se volverán a cobrar derechos de exportación, denostados una y otra vez por el macrismo durante el kirchnerismo e, incluso, durante los casi tres años de gestión de la Alianza Cambiemos. En línea con la quita de los reintegros a las exportaciones en los eslabones más industrializados de la cadena sojera implementada algunas semanas atrás, ahora la retención no recaerá solamente sobre las exportaciones primarias, sino que abarcará al conjunto de las ventas al exterior (para no “discriminar” al campo): 4 pesos por dólar a las primarias; 3, al resto. La justificación esgrimida tanto por el presidente Macri como por el ministro Dujovne es que las “retenciones son malísimas pero el déficit fiscal es peor”.

Es evidente que, al tratarse de un monto fijo en pesos por dólar de exportación, la alícuota del gravamen podría licuarse simplemente debido a la depreciación del peso (con un tipo de cambio en torno a los 40 pesos por dólar, la misma es de alrededor del 10% pero en la medida en que se encarezca el dólar, la tasa del impuesto será cada vez menor). Si bien algunos analistas señalan este aspecto como positivo (las retenciones serían transitorias “de facto”), lo cierto es que genera fuertes incentivos a no liquidar exportaciones esperando una nueva devaluación, agravando los problemas derivados de la desregulación que tuvo lugar durante el macrismo en ese sentido.

Eliminar el déficit fiscal: ¿solución o agravamiento del problema?

Dada la procíclica estructura tributaria de nuestro país, es, cuando menos, dudoso que el gobierno pueda decidir alcanzar un determinado resultado fiscal (sea primario y/o financiero). Como el propio gobierno reconoce, la reducción del gasto público afectará la actividad económica y, con ello, la recaudación de impuestos dando lugar a un círculo vicioso de ajuste y recesión. En realidad, el déficit (superávit) fiscal suele ser el resultado de una economía que se contrae (expande).

Lo que es más importante, a diferencia de un hogar o una firma (usuarios de la moneda), el gobierno tiene el monopolio de la creación neta de pesos. Al cobrar impuestos que sólo se pueden pagar en pesos, obliga al sector privado a aceptarlos: al menos para cumplir las obligaciones impositivas, el público debe demandar pesos. En pocas palabras, el peso no es más (ni menos) que un crédito fiscal.

Esto permite comprender que el dinero no es un recurso escaso y que los déficits públicos no conducen -como en el caso del sector privado- a la quiebra. De aquí no se desprende que el gobierno deba gastar sin límite alguno, sino que como el gobierno siempre puede cumplir sus obligaciones en pesos, sus políticas deben evaluarse en función de los objetivos planteados, y no por sus efectos sobre el déficit. El déficit debe ser funcional a los objetivos de política.

Más concretamente, si el déficit del sector público (tesoro y banco central consolidados) no es suficiente para satisfacer los deseos de ahorro del sector no gubernamental, el resultado será, por definición, recursos desempleados (a la venta en pesos que, no obstante, no pueden colocarse en el mercado). La única forma de que el sector no gubernamental pueda tener un superávit es que el sector público registre un déficit. Es decir que, en la medida en que el sector privado desee ahorrar pesos en términos netos, el déficit público no sólo no es un problema, sino que es más bien todo lo contrario: puede ser la solución al desempleo.

De aquí que perseguir un objetivo de déficit cero dotará a la economía de un marcado sesgo contractivo, profundizando la recesión y la subutilización de recursos (desempleo). El objetivo de “pobreza cero” quedará reducido, en este contexto, a una quimera. Una sostenida y aguda caída del nivel de actividad, como la que puede esperarse, podría, sin embargo, resultar “exitoso” en términos de dos de los objetivos planteados por el gobierno. Por un lado, la reducción del déficit contraerá las importaciones, incrementando el balance comercial y, de este modo, liberando dólares (antes destinados a las importaciones) para el pago de la deuda en esa moneda. Aunque el canal de transmisión no es el que tiene en mente el gobierno, la reducción del déficit público puede contribuir al cumplimiento de los vencimientos en dólares (e, incluso, a la estabilización del tipo de cambio). Por otro lado, el desempleo involuntario es, más o menos directamente, la principal herramienta con la que cuentan los gobiernos para controlar el valor de sus monedas. El ajuste del gasto público, a través de su efecto sobre el desempleo y la puja distributiva, podría eventualmente (luego de que los salarios reales se hayan reducido lo suficiente y las tarifas de los servicios públicos alcancen niveles “internacionales”) estabilizar la inflación, lo cual, al igual que la contracción de las importaciones, quitaría presión sobre el precio del dólar.

El trade-off es claro: reducir el desempleo (y la pobreza) genera dificultades para cumplir los compromisos en dólares y controlar el valor del peso. Lamentablemente para la amplia mayoría de la población, el gobierno ya parece haber elegido.

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