Hubo un tiempo en que la construcción de relaciones pacíficas y cooperativas entre la mayoría de las naciones parecía un objetivo posible. Por entonces, también se podían esperar mejoras en las perspectivas comerciales de los países en desarrollo. El camino para lograr estos propósitos, que revisten gran importancia por las condiciones y el perfil económico de nuestro país, presentaba numerosos obstáculos. Pero el temple de casi todos los líderes mundiales, de aquí y de allá, permitía inferir que las soluciones estaban al alcance de las manos.
En los últimos años, en cambio, el panorama internacional se ha enrarecido. El desplante y la impostura de algunos dirigentes norteamericanos y europeos se repiten a diario. Mientras, sus enfoques racistas, xenófobos y autoritarios circulan de un modo alarmante. Un par de tuits, escritos en una noche de insomnio, pueden servir para deshacer o relativizar valiosos tratados que costaron mucho esfuerzo definir. Por ejemplo, los referidos a las armas atómicas. Y las instituciones multilaterales, como las Naciones Unidas o la Organización Mundial de Comercio, dos ámbitos claves que permiten intentar equilibrios entre países poderosos y débiles, han sido puestas en tela de juicio.
Además, el carácter de la batalla comercial desatada entre Estados Unidos y China ha impactado en todas las zonas geográficas. Es una disputa por la supremacía tecnológica en el futuro próximo pero sus consecuencias se perciben con fuerza en el presente. En los precios de los productos exportables, en las barreras arancelarias y en la localización de los grandes proyectos empresarios. Y sus vaivenes mantienen en vilo los diálogos y la agenda política de los distintos gobiernos.
En este contexto, los vínculos entre Brasil y Argentina podrían jugar un papel preponderante. Para ampliar sus mercados, privilegiar sus intereses comunes y hacer valer sus posiciones en los foros globales. Ambos producen, por ejemplo, buena parte de la oferta alimentaria mundial y en sus territorios descansan grandes recursos energéticos. Pero un despliegue de esta naturaleza requeriría afianzar la relación bilateral, por rachas estratégica, que se viene impulsando desde hace tres décadas. En el sector público y privado. Y también en distintos espacios de la sociedad civil.
Además, sería necesario revitalizar el Mercosur, remediando sus principales fallas en cuanto a la vigencia del arancel externo común, la zona de libre comercio y la internalización de las normas aprobadas.
Sin embargo, las definiciones y los preconceptos del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, y de su canciller, Ernesto Araújo, no facilitan avizorar planes conjuntos. Ambos, con puntos de vistas limitados, por momentos retrógrados y ofensivos, han manifestado desdén por el proceso de integración y, al mismo tiempo, un llamativo afán de complacer y estrechar, sin reparos, los lazos con EEUU y el centro del poder económico mundial. Es el rumbo preferido por los conservadores religiosos y los productores rurales que representan. Y nada indica, hasta ahora, de que vayan a cambiar de opinión.
La política exterior argentina, si se estiliza la historia, ha combinado breves períodos de autonomía relativa con otros de fuerte alineamiento con las potencias de turno. Es de esperar que el nuevo gobierno que asume en diciembre, ante un orden global y regional inestable, persista en potenciar los acuerdos, el multilateralismo y las múltiples capacidades productivas de nuestra sociedad. Y, sobre todo, evite el peligro de entrar en competencia o en provocaciones, que tantos males nos trajo en el pasado, con los vecinos del barrio.