Ni siquiera había que hacer encuestas de opinión (hoy, mercaderías averiadas) para advertir que en la mayor parte de la sociedad había un clima de malestar, enfado, desazón, con deseos de castigar al orden político vigente y, eventualmente, dirigirlo a una alternativa nueva y diferente. Pulsión de cambio y rechazo a lo existente, incluso, del modo más aberrante. Había fuertes sospechas de que esto iba a llevar a un masivo voto de oposición a quienes gobiernan, que conducen un barco estropeado, en buena medida, a la deriva entre las aguas mega inflacionarias y un ajuste apenas maquillado. Eso expresó el 73% de la población que votó candidatos no oficialistas (sin contar a aquellos que optaron por ni siquiera ir a sufragar, votaron en blanco o lo hicieron por un candidato interno de la coalición gubernamental que hacía críticas centrales al propio gobierno y candidato oficial).
Tampoco puede ser considerado una novedad que el castigo iba a darse también, en parte, a quienes protagonizaron el anterior fracaso, acaso más estrepitoso, el de la administración macrista 2015-2019, quienes, además de destrozarse en una disputa interna, fingían demencia, sin hacerse cargo de ese reciente pasado ominoso.
Lo inesperado fue el canal que expresó el rechazo: Milei. Que fuera tan eficaz, con tan poco. Un personaje bizarro, emergido no hace tanto desde los sumideros de las redes sociales, promovido inicialmente por los medios de comunicación derechistas y luego alimentado por el propio peronismo para intentar dividir el voto opositor. Una especie de Bolsonaro, pero aún menos orgánico, sin trayectoria política. Un personaje aquejado por fuertes desequilibrios emocionales, cuya retórica de extrema derecha liberal posee unos énfasis pocas veces vistos antes, repleto de jeremiadas y gritos de guerra ya no sólo contra los desequilibrios de la grieta, sino contra sus dos polos, contra toda la “casta” política, el Estado, los derechos sociales presentados como inservibles o abusivos, la sensibilidad de género, el feminismo, el ecologismo y las causas progresistas en general. Un discurso que tuvo éxito en camuflar la carga reaccionaria que encierra su programa: casi una estrategia de exterminio de los ingresos y modos de vida de amplias capas populares, algunas de cuyas franjas la avalaron sin advertir sus resultados, y que sólo es posible de ser aplicada con fuertes medidas represivas. Demagogia que tocó la sensibilidad de amplios sectores plebeyos, con promesas de libertades intangibles ante un supuesto Estado depredador, con sus cuarentenas, sus impuestos y su moneda devaluada. Estamos ante un cachetazo a la política tradicional y a sus representantes exhibidos como corrompidos e incapaces, sazonado con promesas vacuas e inaplicables de dolarización y libre mercado.
No hay muchos antecedentes de un fenómeno como este, en su envergadura. Argentina mostró, no sólo en estos últimos cuarenta años, sino desde hace un siglo, dos grandes estructuras políticas que exhibieron capacidad para sostenerse con un piso del cuarto del total de votos y, en estado victorioso, extenderlo hasta la mitad del electorado: el peronismo y el radicalismo. Tras la crisis del 2001, el primero se transversalizó en una coalición hegemonizada por el kirchnerismo y el segundo vio nacer a un partido de centroderecha nuevo (PRO), con el cual debió coaligarse aceptando un rol secundario. Estos partidos y alianzas siempre ganaron con una conjunción que parecía requisito inmodificable: por un lado, el circunstancial apoyo de una opinión pública, por definición, oscilante; por el otro, la enorme red de sus recursos materiales, simbólicos, identitarios. Lo de Milei este domingo rompió esta ecuación, pues carecía del segundo factor. Por ahora, oferta tan sólo un nombre, sin proyectarlo a nadie ni consolidando ninguna fuerza orgánica.
¿Le va a alcanzar para proyectarlo en octubre? Me permito dudar. La contraofensiva de Massa, arropada por peronistas y progresistas, será muy grande, intentando construir los necesarios temores a la arremetida libertaria y también cambiemita. Y es posible que Bullrich también saque partido de las inconsistencias e incógnitas que despierta, incluso por derecha, el libertario advenedizo. Quizás, no sea el dolarizador quien ingrese al ballotage, en el marco de esta tenaza polarizadora. En cualquier caso, no es descartable que su figura, y quizás la fuerza política que finalmente pueda conformar, queden instalados en el destartalado escenario político argentino en los tiempos por venir.
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