Columna de opinión.
En el focus de mi parrilla de mediodía los dos mozos me confesaron sus votos. «Al chico Tombolini», dijo el veterano para subrayar paternidad. «Yo igual», dijo el otro. No se acordaban a quién habían votado en 2015. El «chico Tombolini» es un Lousteau ensamblado en Pinar de Rocha, habla «de las cosas», del precio del aceite, sin piripipí. Y perdió. No importa. No será Churchill ni Mao. Otro político en la fosa de los políticos comunes. Pero me llamó la atención otro comentario al pasar. Se quejaban de que sacaban el Fútbol para todos. La cuenta era sencilla: «si te lo sacan y te dicen que es para escuelas, bárbaro; pero si te aumentan los servicios, la inflación galopa, no hay laburo y te sacan el FPT te dicen ‘pasala mal y guay con disfrutar de algo’.» Pero me dijo el más viejo: «igual, yo quiero que el gobierno termine». Completó: «No puede ser que los gobiernos que no son peronistas no terminen». Un día de hace mil el tipo me dijo que fue o era peronista, pero ahora me decía «esto». Hay algo ahí. En la ciudad arrasó Cambiemos. Elisa Carrió se llevó la mitad de los votos a su casa. «¿Qué votaron al final?», les dije el lunes. Se rieron. «Lo que te dijimos.»
Conocí a Verónica cuando ella tenía seis años. Vivía en un hotel de la calle Salcedo en Parque Patricios con su mamá, su hermano, su padrastro. Después, un subsidio que daba el gobierno porteño los llevó a vivir a un pueblo cerca de La Plata. 2005. A veces contaba las palizas que le daba el padrastro, un urso más malo que las arañas, que trabajaba de parrillero en un puesto de Costanera Sur. Ella venía a las meriendas que servíamos en un local de la calle Esteban de Luca. Pasaron los años, una década, y la reencontré en Facebook, mayor, dos hijos, con un marido que trabaja en el campo. Cobra la AUH y cada tanto pide algo de plata para pañales o remedios. La última vez envió un guasap en cadena donde decía que le faltaban unos días para cobrar y una de las nenas tenía broncoespasmo. Transferimos plata desde el cajero esa noche. Pero un rato después me entró por mail la actualización de su foto en el Facebook. No era la primera vez. Pero la vi ahí y me acordé de algo que leí: en internet somos todos de clase media. Puse like a su foto, creo en la amistad responsable: ponele like a todo lo que es amor, amor propio. La vida de cualquiera se merece ese concurso de belleza, juntar muchos «me gusta», abrigarse al sol. Me dijo que iba a votar a Cristina. No la votó. No fue. No pudo. En fin. En Facebook, esa revista de la iglesia universal, encontré al padrastro golpeador también. Lo chusmeé y tenía hasta fotos vestido de samurái, ahora vive en Mar del Plata. La vida de algunos: hoy acá, mañana allá.
Una semana antes de la elección vi a Elisa Carrió con Morales Solá. Si le daban cinco minutos más se vestía verde oliva y enseñaba un mapa del Operativo Independencia contra la droga: una teoría conspirativa arriba de la otra. Es una republicana mesiánica. Hay clases de republicanos: el que está fundando siempre una Nación, el republicanista sucio que basa sus expectativas en la más dura rutina de las continuidades. Hay más. Elisa hablaba de ocupar las fronteras, invadir Formosa, la esperaba un jeep en marcha. Morales Solá estaba blanco. Sin embargo después, pasado el rato, pensé: me siento más incluido, contemplado e interpelado como ciudadano argentino en el psicodrama de Elisa que con un Esteban Bullrich, que se entera de lo que piensa cuando habla. Carrió sabe lo que piensa aunque piense horrible. Bullrich no y es el peor rasgo de una ideología: no sabe lo que piensa porque cree que lo que piensa naturalmente lo piensan todos.
En un capítulo histórico de Los Simpsons Homero descubre que tiene un hermano millonario. Un gemelo sin familia, que montó una fábrica de autos desde abajo, es el american dream. Cuando se reencuentran y el hermano conoce a la familia lleva a Homero a la reunión de directorio y les enrostra a todos los gerentes que son unos inútiles y que su hermano Homero va a diseñar el próximo auto del «hombre común» porque es un hombre común, el Homeromóvil. Le escupe a su círculo rojo de Ceos que «¡no entienden nada!». Con todas las cosas con las que un hombre sueña que debe estar diseñado su auto. La empresa fracasa por los costos del auto y la inviabilidad del proyecto lo lleva a la ruina. Durán Barba es el hermano millonario de Homero: sueña con que ese hombre común diseñe la política. Sin drama, cómoda, adaptada a él, con apoyavasos y bocinas que toquen «La cucaracha». Lleva años de escucha. Del otro lado del mismo partido, los agoreros del shock y hostiles al gradualismo (como los Ceos de la automotriz) esperan su caída, su fracaso, conocen los costos del sueño del hombre común: un mundo mejor y más caro. Por ahora esta empresa avanza. A los tumbos, Tombo! Homero lo lleva a la ruina. El destino fracasado de ser Simpson se cumplió.
La vida, la vida que soñamos para vivir en este mundo. «
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