Mauricio Macri presentó una «reforma y reorganización del Sistema de Defensa Nacional» que contempla la posibilidad de que las Fuerzas Armadas «colaboren» en la seguridad interior. La medida marca un antes y un después en la historia de la democracia argentina, retrotrayéndonos a las peores épocas de violencia estatal.
Las razones que esgrimieron tanto el presidente Macri como el Ministro de Defensa, Oscar Aguad, se centraron en la necesidad de «contar con fuerzas especializadas que trabajen en la lucha contra el narcotráfico y el combate al terrorismo». Además, se refirieron a la «protección de objetivos estratégicos» (centrales nucleares, represas, yacimientos u otros tipos de «activos del Estado»).
Pero lo que subestima la mayoría de los conglomerados periodísticos argentinos es que dicha estrategia de militarización viene acompañada por la intromisión de varias agencias de Estados Unidos (tal como ocurrió en el pasado), cuya presencia ha ido creciendo de forma paulatina gracias a la gestión de la ministra Bullrich, representante de los poderes encargados de la Seguridad.
En enero pasado, Patricia Bullrich anunciaba desde Washington la instalación de una “task force” de la DEA (agencia antidrogas de EEUU) en la frontera norte y la concreción de un acuerdo de capacitación con el FBI, luego de recorrer las oficinas de la agencia de Seguridad Interior (Homeland Security) rindiendo penosa pleitesía a los máximos agentes del imperialismo en nuestro continente. A esto debemos sumar los jugosos contratos en materia de defensa que Argentina ha firmado en el último tiempo con corporaciones de Estados Unidos e Israel.
La presencia de bases militares estadounidenses que el macrismo se ha encargado de incrementar no sólo implica la mera presencia de agentes y milicias extranjeras en suelo argentino, sino que también intenta reforzar la subordinación de la estrategia militar y de seguridad nacional a los objetivos geopolíticos y económicos norteamericanos.
Muestra de ello es la reciente instalación de un enclave de este tipo en la provincia de Neuquén, cercano a los yacimientos de Vaca Muerta. Su establecimiento está íntimamente ligado al despliegue de las fuerzas estatales anunciado por el presidente, lo cual denota que, en lo referente a la «protección de activos del Estado», el gobierno está dispuesto a evitar con violencia que se repitan protestas como las que ocurrieron en el pasado contra la saqueadora y contaminante Barrick Gold.
La resistencia mapuche que habita en las zonas del sur del país y se resiste a la expropiación de sus tierras por parte de magnates y monarcas extranjeros amigos de Macri, también será blanco de esta nueva política que da vía libre a la represión «con botas». Los asesinatos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel terminaron siendo un anticipo del oscuro devenir que nos depara.
La difusa figura de «terrorismo» utilizada por los popes de la seguridad nacional y repetida por los periodistas devenidos en mercenarios de la palabra, seguirá utilizándose para justificar la represión ante cualquier forma de protesta y oposición, y continuará requiriendo el aplastamiento de muchos derechos y libertades democráticas.
Entre la militarización de las ciudades y pueblos del interior repletos de recursos naturales y de rutas potencialmente estratégicas, la instalación de bases militares y el desembarco de las agencias de seguridad extranjeras, los gobernantes argentinos obligan a su población a adentrarse en un sombrío experimento que ha traído nefastas consecuencias para las poblaciones de otros países de la región, como Colombia o México. En ambos países países aumentaron las violaciones de los derechos humanos y la represión contra la disidencia política.
México y los agentes de la muerte En México, la participación de las FFAA en la seguridad interior y la «colaboración» de la DEA se han cobrado más de cien mil muertos y treinta mil desaparecidos, según el representante en México de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU-DH),
Jan Jarab.
Desde que el gobierno de Felipe Calderón autorizó la actuación del Ejército en la guerra narco (2006), aumentaron los asesinatos, masacres, torturas y desapariciones forzadas cometidos por militares. Un episodio tan representativo como aberrante tuvo como protagonistas a los 43 estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos en 2014.
A través de un reporte de
Los Angeles Times que expuso el vergonzozo programa Fast and Furious se destapó la asociación criminal de las agencias de inteligencia y de seguridad norteamericanas con las Fuerzas Armadas mexicanas. La operación encubierta que comenzó a finales de 2009 en Arizona, tuvo como actores a la ATF ( Bureau of Alcohol, Tobacco, Firearms and Explosives, agencia federal de seguridad de los Estados Unidos) y a la
DEA.
En este marco, permitieron que distintos traficantes ingresaran de forma ilegal armas de alto calibre a México con el objetivo de «tratar de localizarlas en escenas de crímenes y, así, rastrear a los cárteles tras éstas», lo cual, curiosamente, no sólo no funcionó sino que además derivó en un escándalo: se descubrió que la mayoría de esas armas habían sido recibidas por miembros del Cartel de Sinaloa.
El 30 de abril de 2011, luego de una redada antinarcóticos en el Estado de Chihuahua, su gobernador, César Duarte, anunciaba que se habían apoderado de «la mayor cantidad de armas en la historia de Ciudad Juárez», sin saber que muchas de las armas incautadas provenían de los Estados Unidos y del programa Fast and Furious. Se estima que más de 2,000 armas fueron introducidas a México bajo este programa.
Colombia y los mercenarios de la DEA En Colombia también fue expuesto el contubernio entre el Estado y el narcotráfico: ambos se encargaron de organizar, entrenar y armar a peligrosos «ejércitos mercenarios» o «paramilitares». El principal objetivo de estas milicias era la eliminación de la disidencia política y de los grupos de resistencia al despojo de sus tierras.
Allende La Paz publicó un
completo informe sobre las distintas masacres desatadas por esta alianza militar. Entre ellas se mencionan la de Segovia (53 muertos), Currulao (20 muertos), San Rafael (18 muertos), Punta Coquitos (25 muertos) y Mejor Esquina (38 muertos), algunas realizadas por los paramilitares y otras con la participación conjunta de oficiales de la Fuerza Pública.
Mientras tanto, la DEA viene acumulando un creciente «éxito» en materia de intervención monopólica sobre la lucha «antinarco». En 2017 se supo, a través de un
informe desclasificado por la misma agencia, que el 92% de la cocaína que había ingresado el año anterior a Estados Unidos era colombiana, cifra que arrojó el nivel más alto de producción del que se tuvieran datos y que representó un incremento del 35% con respecto a 2015, en tanto que triplicó las cifras de 2012.
Diferentes planes para el mismo objetivo Queda claro que cada intervención de Estados Unidos en Latinoamérica ha tenido sus particularidades, aunque las figuras empleadas para justificar su presencia no presentan demasiadas diferencias.
La lucha contra el narco, el terrorismo y otras gastadas figuras se han utilizado como pantalla para la militarización y la injerencia en distintas parte del mundo. Sobran los «contradictorios» resultados de la lucha antidroga encabezada por los diversos comandos norteamericanos, así como los gravísimos escándalos de corrupción que han dejado a la vista la cooperación entre «salvadores» y «villanos».
En América Latina, los disímiles contextos han generado disímiles realidades, cuyas caraterísticas distan enormemente de las que se han sucedido en otras regiones. No obstante, los Estados responsables de estas estrategias siguen siendo los mismos, a pesar del color de sus gobiernos y de sus variadas tácticas, mientras que sus móviles y causas forman parte de un mismo plan intervencionista.
El poder estadounidense en América Latina no se equipara al de ninguna potencia aunque, en este último tiempo, el creciente avance de sus competidores orientales ha llevado pánico a las oficinas del Péntágono.
No es de extrañar que el actual fortalecimiento de la dependencia argentina y latinoamericana hacia Estados Unidos tenga que ver con una ofensiva bien planificada.
El control del territorio, el disciplinamiento de cualquier disidencia, la vigilancia extrema, el resguardo de los recursos naturales y la custodia que necesitan las multinacionales para ejercer el saqueo son elementos muy importantes que «los amos del norte» no pueden darse el lujo de perder, sobretodo en este contexto de pérdida de influencia global y competencia comercial aguda.
Es así que, aprovechando la servil condición de muchos de los liderazgos latinoamericanos actuales, Estados Unidos y algunos socios menores han decidido reorganizar y aumentar su dominación, implementando nuevos y viejos planes con raídas excusas : la militarización y la represión son parte de esta nueva embestida.
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