¿Es posible reconstruir la Argentina sin deconstruir y refundar desde las cenizas el Poder Judicial?
A primera vista, la respuesta es obvia: no.
La percepción general -sustentada en sólida evidencia- indica que en los tribunales ocurre cualquier cosa menos justicia. Tráfico de influencias, privilegios nobiliarios, abuso de poder, negociados, operaciones políticas, extorsiones. El menú de tropelías es surtido, pero el sabor no varía: es un asco.
Alberto Fernández conoce la cocina de la justicia como pocos. Criado por el ex juez y defensor oficial Carlos Pelagio Galíndez, entró a trabajar como “pinche” en tribunales apenas comenzó a cursar la carrera de abogacía en la Universidad de Buenos Aires, donde da clases de Derecho Penal desde que se recibió, en 1983.
“La mesa judicial de Alberto está en el comedor de su casa”, suele decir un amigo histórico de Fernández. Es un modo de marcar las diferencias con Mauricio Macri, quien delegó las gestiones judiciales en media docena de operadores autónomos y enfrentados entre sí. La experiencia tuvo consecuencias nefastas para el Estado de Derecho y la gobernabilidad, como lo demuestra la frágil exposición del gobierno frente a la reciente sucesión de fallos negativos de la Corte Suprema, que opera como veleta de precisión ante los cambios de vientos políticos.
Fernández, en cambio, pretende (re)hacer la justicia por mano propia. En los borradores donde se diseña la reforma judicial no se bosqueja, sin embargo, una refundación -como imaginan extraños y pretenden varios propios-, sino un proceso reformista que alternará parches y modificaciones de fondo, como la eliminación de la entrevista personal en los concursos, que hoy se utiliza para alterar los puntajes de los postulantes a magistrados de modo discrecional.
La modificación en el sistema de selección y nombramiento de jueces tendría efecto inmediato: hay unos 300 tribunales y fiscalías vacantes que podrían ocuparse con el nuevo sistema de selección. A ellos se sumaría la inminente deserción por jubilación de soldados judiciales que ejecutaron la versión criolla del Lawfare, como el juez federal Claudio Bonadio y el fiscal de Cámara Germán Moldes. Por ahora resiste el camarista Martín Irurzun, autor de una «doctrina» que propició el abuso de la prisión preventiva como modo de persecución política contra la oposición.
La imposición de un nuevo sistema de selección implicaría desarmar unos 178 pliegos con candidatos que el oficialismo -y parte de la oposición peronista- armaron a gusto y necesidad. Los nombres de esos postulantes a cargos federales y nacionales están bloqueados en el Senado hasta que termine el trámite electoral. Pero hay gobernadores del PJ muy interesados en que esas designaciones ocurran cuanto antes. Lo que haga Fernández con esos nombramientos indicará si lo que viene es un reestructuración o un reperfilamiento.
“Los que piden una reforma constitucional no quieren una reforma judicial” suele replicar Fernández para ahuyentar una idea que resuena en su propio dispositivo electoral. Su argumento es atendible: “La reforma requiere de mayorías parlamentarias agravadas, que no tenemos, y acuerdos políticos con la oposición, que en las actuales circunstancias son imposibles de alcanzar” suele explicar el candidato. Los promotores de la reforma constitucional, como el colectivo Justicia Legítima, aceptan el argumento del candidato, pero también plantean una duda razonable: “La percepción de injusticia está en la base del desorden económico y social. Impacta en las elites, que se creen con derecho a incumplir la ley sin temor a sufrir consecuencias. Y en las mayorías populares, que pagan los costos de los atropellos impunes de las elites ¿Se puede emparchar semejante olla a presión?” se preguntan los juristas que promueven la reforma constitucional como modo de solucionar el problema de raíz. Saben que se trata de un planteo teórico: no hay ni habrá en el corto plazo correlación de fuerza política para avanzar en esa dirección.
Para desactivar la bomba judicial se requiere de una maniobra de riesgo: cortar los cables que une a la justicia con la Embajada de Estados Unidos y la AFI. El vínculo entre magistrados y el Departamento de Estado se extiende a todos los fueros y escalafones, desde los juzgados de provincias al máximo tribunal. Al menos durante un tiempo, los cortesanos deberán cuidarse de hacer público esos contactos, si quieren salvar el pellejo.
Fernández, sin embargo, no cree necesario alterar el número de integrantes de la Corte, siempre y cuando el tribunal haga algún gesto de buena vecindad ¿Cuál? Convencer a Elena Highton de Nolasco para que haga uso de la jubilación que le corresponde, por ejemplo.
Otro gesto apreciado por el albertismo sería la baja de Carlos Rosenkrantz como presidente del tribunal. En ese caso, la ofrenda debería provenir del sistema del poder real que lo encumbró, en especial del Grupo Clarín, su sponsor paraoficial.
La separación de los magistrados con los servicios de inteligencia, si ocurre, será trabajosa y traumática. El modo más simple de cortar ese lazo es eliminar los fondos reservados, como en su momento resolvió Cristina Fernández, y luego Macri restituyó. La determinación implicaría un ajuste en las finanzas personales de varios magistrados, una casta reactiva a perder ingresos, al punto de eludir el pago de ganancias por decisión propia.
Así las cosas, no es casual que se mencionen los mismos nombres como candidatos a la AFI y a la Secretaria de Justicia, que intercede en la relación entre el Ejecutivo y el Judicial. Wado de Pedro, Eduardo Valdés, Alberto Iribarne, Anabel Fernández Sagasti y Marcela Losardo son los más mencionados en el búnker de la calle México, dónde se guarda con celo el probable gabinete. La reaparición en escena de Gustavo Béliz, sin embargo, alumbró la especulación de un regreso con gloria al ministerio de Justicia al que debió renunciar luego de comentar en público las andanzas de Jaime Stiusso, uno de los espías más temidos del país.
Si las cosas ocurren como sugirió la PASO, en una semana, esa y otras incógnitas comenzarán a develarse.