Ex presos y presas durante la dictadura cívico militar regresaron a los pabellones donde hace cinco décadas encontraron la militancia revolucionaria, la tortura y el aislamiento.
En el contexto de los homenajes por el 50° aniversario de la Masacre de Trelew, se organizó una visita a la Unidad 6 del penal que fue escenario de la fuga en 1972 y luego, durante la dictadura cívico-militar de 1976 a 1983, escenario de crímenes de lesa humanidad. Dos épocas se cruzaron, ya que los actuales reclusos del pabellón de máxima seguridad recibieron a las ex presas y presos políticos, en una jornada muy emotiva.
La previa al ingreso resultó desordenada para las cientas de personas sobre la avenida con boulevard frente a la cárcel. Por un lado, Horacio Pietragalla y Juan Martín Mena, secretarios de Derechos Humanos y Justicia respectivamente, inauguraron un cartel de anuncio sobre la historia de terrorismo de Estado en el predio de la cárcel.
Mientras daban un discurso acerca de la potencia del encuentro, el Servicio Penitenciario habilitó el ingreso de los primeros grupos, quienes debían dejar todas sus pertenencias salvo el DNI antes de acceder a la recorrida custodiada por oficiales de seguridad. Vale recordar que aún hoy, el penal de Rawson es una cárcel de máxima seguridad.
“No es la primera cárcel a la que entro, pero es muy fuerte la sensación”, explica Manuel Quieto, cantante de La Mancha de Rolando, que acaba de salir junto al primer grupo de la visita. Dice que está viviendo “emociones indescriptibles”. Su tío y dirigente de FAR, Roberto Quieto, estuvo acá y hoy continúa desaparecido.
Otra sobrina presente es Clarisa Lea Place y su nombre es el mismo que el de su tía. Una Clarisa salió el 15 de agosto de 1972 en plan de huida, pero su vida se apagó unos kilómetros más allá, una semana después, en la Base Aeronaval Almirante Zar. La otra Clarisa, que roza los 30 años, sale con la sensación de estar reconciliándose con su historia familiar.
“Vine a Trelew cuando se cumplieron 40 años, y la situación en ese momento me sobrepasó: dicen que me parezco mucho a mi tía, tengo el mismo nombre. Quienes la conocieron me hablaban como si yo fuera un fantasma de ella”, explica. Estos días en la ciudad le permitieron completar los huecos narrativos en la historia de la otra Clarisa.
Entre tanto, la prensa intenta ingresar como había sido pactado con el Servicio Penitenciario, pero de pronto alguna orden cambia y quedamos afuera. No se puede ingresar con cámaras fotográficas, apenas un cuaderno y una lapicera. Gestiones y discusiones se entrecruzan hasta que de pronto cruzamos el detector de metales y caminamos en dirección al paredón exterior amarillento como el sol que baja entre nubes tenues. El corazón del grupo se acelera.
Casi como una afrenta para quienes volvían al lugar tras protagonizar la fuga del 15 de agosto de 1972 -que desembocó para 16 de los militantes en el fusilamiento a sangre fría por parte de la Armada-, la entrada de la cárcel de Rawson está repleta de homenajes al guardia Juan Valenzuela, quien fue herido de muerte al tirotearse con los militantes que habían logrado franquear el paredón exterior reduciendo a los centinelas y hasta el momento sin disparar un solo tiro.
La emoción, las lágrimas y un sinfín de sensaciones atraviesan a este grupo de familiares y antiguos detenidos, que uno a uno cruzan los tres niveles de seguridad del paredón, un enrejado altísimo y una puerta doble que da a un patio interno antes del acceso al pabellón.
Lo que hasta el momento era prolijo, de pronto se vuelve crudo, simbólico: por alguna razón la basura que produce el penal espera su recolección rodeado de una reja, como si de un corral de bolsas plásticas se tratara. En ese descampado repleto de escombros, tres gatos merodean.
Volvemos al patio interior, donde los ex presos y familiares se fotografían con un mural. Fernando Caviglia comenta a quienes estamos cerca que cuando lo apresaron, entró en la categoría de “irrecuperable” por las autoridades militares. “Y así seguís”, le comenta en tono de chiste un compañero de militancia. Las risas son breves, pero sirven para aflojar la tensión previa al ingreso a la zona de calabozos.
Puertas, puertas y más puertas: en pocas palabras, una cárcel se reduce a eso. Al franquear la entrada a la Unidad 6, este grupo de familiares y ex presos se encuentra con la luz blanca de tubo, el olor fresco de pintura y una hilera de actuales reclusos y oficiales del Servicio Penitenciario que les ofrecen una tímida bienvenida. Estamos en un pabellón de aislamiento, pero los calabozos están abiertos.
Algunos de los presentes están caminando por donde hace cinco décadas encontraron la militancia revolucionaria, la tortura y el aislamiento. Muchos y muchas acusan el golpe emocional, otros y otras ya entablan conversaciones con los habitantes de hoy. “Yo me acordaba todo más grande”; “Me acuerdo cuando llegó la salamandra, antes el frío era terrible”; “La cama era solo los tirantes cuando estuve acá”. El volumen de las conversaciones aumenta y casi nadie está solo para transitar las oleadas de sensaciones y emoción.
Juan es de Buenos Aires pero fue trasladado al penal de Rawson hace ya más de 10 meses. Sobre la mesa de su calabozo una foto con dos nenas y una mujer (su hija, su sobrina y su hermana), otra de una señora (su madre), una Biblia abierta. El mueble de estantes con pilas de ropa, objetos de limpieza e higiene.
En el piso de su celda hay un trapo húmedo: traemos tierra del exterior en las suelas. Fue obrero gráfico antes de llegar acá, al igual que algunos integrantes de su familia. Uno de sus hermanos estudia periodismo.
El tiempo en el pabellón se termina, hay que salir para que el próximo grupo acceda. Andrés Pavón, de la Asociación de Familiares, Detenidos y Liberados, organismo bonaerense de relevamiento de las condiciones de reclusos, no está nada contento tras la visita. “Algunos de los pibes del pabellón tienen de todo, pero otros no tienen ni una manta. Algo pasa ahí. Además, todo recién pintado, todo demasiado prolijo. Parece una escena armada”, comenta.
“A mí no me agarran más, salgamos de una vez”, se le escucha decir a un ex militante, ya octogenario. El grupo se transformó luego de la visita. Recuperan sus documentos retenidos por los oficiales del Servicio Penitenciario y vuelven a pisar la calle. “No es nada personal, pero espero no verlos nunca más en lo que me queda de vida”, se despide uno de los ex presos.
Nadie está solo sobre el asfalto repleto. Los abrazos, los llantos que se sueltan por fin, el agobio y las conversaciones ansiosas brotan acá y allá. Estamos afuera, pero la procesión seguirá para siempre por dentro.
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No vinimos a llorar a nuestrxs compañerxs. Vinimos a rendirles homenaje, por su entrega a la causa revolucionaria, por un Patria libre, justa y Soberana.