Las fuerzas conservadoras despliegan todas sus herramientas discursivas y de presión a poco de que en nuestro país asuma el nuevo gobierno.
La OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) acaba de publicar su habitual informe donde analiza la situación global y le dedica un capítulo especial a la «evolución de los países miembro de la OCDE y de otras economías seleccionadas». Argentina, que no forma parte del grupo, fue uno de los países «elegidos», en un claro ejemplo de los intentos que existen por marcar la agenda.
Allí se sostienen varias cuestiones. Primero, con típica visión fiscalista, se menciona que la deuda pública se encuentra en un camino insustentable y que en 2019 alcanzará un ratio del 90% del PBI. En este marco, para estabilizar la economía, propone políticas como una «mayor consolidación fiscal» (el pedido de siempre), aunque también habla de la necesidad de una «reestructuración de la deuda», mención a tener en cuenta.
Acto seguido, se llama a «mantener una política monetaria dura» para reducir la inflación y a asegurar «la independencia formal del BCRA». También se afirma que «la incertidumbre sobre las futuras políticas» (traducido: el resultado del proceso electoral) motivó la salida de capitales y la depreciación del tipo de cambio. Nada se dice de lo que generaron las políticas del gobierno que está aún en funciones. Por último, pide «un continuo compromiso hacia políticas económicas sólidas y progresos con reformas estructurales que incrementen la productividad y lleven a una recuperación más rápida de la proyectada». Lo interesante es que la propia OCDE nos muestra cuáles serían los resultados de estas políticas: se prevé que «la demanda doméstica estará deprimida hasta fines de 2020 (…), que estabilizar la economía tomará su tiempo», y que en un marco de políticas macroeconómicas restrictivas «aumentará el desempleo producto de la recesión». Es decir, propone profundizar las mismas recetas que nos llevaron a la situación actual. Todo un indicio de lo que en realidad no hay que hacer.
En esta sintonía también estuvo el FMI. En la semana, su flamante directora gerente, Kristalina Georgieva, expuso el orden de prioridades y habló de la «viabilidad fiscal» necesaria. También dijo que «quisiéramos ver a la Argentina dejando atrás los ciclos de auge y recesión para lograr una trayectoria sostenible de crecimiento con desarrollo social», aunque luego señaló que el próximo gobierno deberá llevar los programas sociales a «niveles sostenibles para que el país pueda regresar a los mercados». Tras ello fue el turno del responsable del Hemisferio Occidental, Alejandro Werner, que expresó su deseo de conocer «el plan completo (…), ver el programa del nuevo gobierno y poder intercambiar con ellos (…), para ver si su política fiscal es consistente». Un examen que, por experiencia propia y ajena, sabemos que tiene carácter permanente.
Georgieva fue clara a la hora de hablar de la pobreza: existe y preocupa, pero se resuelve dentro de los límites presupuestarios. Es la lógica neoliberal de siempre, un auténtico callejón sin salida para los pueblos. Por eso es que piden discutir un plan completo. En otras palabras, si quieren cambiar los «qué» no hay problema, siempre y cuando no toquen los «cómo». Lo que el Fondo no quiere resignar, porque eso está en su naturaleza, es su rol de monitor, de regulador de nuestras políticas.
La respuesta que el presidente electo le dio a Kristalina Georgieva vía telefónica muestra importantes diferencias de criterio y de posicionamiento respecto de lo que hay que hacer. Según Alberto Fernández, «hemos elaborado un plan sustentable que nos va a permitir crecer y cumplir con las obligaciones que la Argentina tiene con ustedes (por el Fondo) y con el resto de los acreedores. Estamos asumiendo un compromiso que podamos cumplir, pero sin más ajuste (…). No podemos hacer más ajustes fiscales porque la situación es de una complejidad enorme, el nivel de ajuste en la era de Macri ha sido tremendo». Lo que está detrás de todo esto es la necesidad de crecer primero, para generar los recursos que permitan pagar las deudas. Es lo inverso a lo que se trató de hacer en estos cuatro años bajo el dominio del ajuste permanente.
En un país donde la deuda ha adquirido un lugar central, en el inicio del nuevo gobierno su renegociación va a ser determinante y marcará un hito en el conjunto de las cuestiones que se tendrán por delante. Lo que sí es seguro, es que si el nuevo gobierno aceptara seguir la lógica de las «restricciones» que plantean los organismos, la capacidad para llevar adelante sus planes de poner a la Argentina de pie y mejorar las condiciones de vida de la gente va a estar restringida. Entonces esta es una de las primeras y trascendentes batallas que ya empiezan a librarse, y que va a marcar de alguna manera el derrotero del gobierno de Alberto Fernández.
Con esto no quiero decir que las restricciones presupuestarias no existan, pero exceden a las que plantea el FMI, con su énfasis en la fiscal. En Argentina hay sectores deficitarios y son precisamente los que menos tienen; pero también están los superavitarios, que son los grandes ganadores del modelo. ¿Cómo explicar, si no, la significativa fuga de capitales de todos estos años: ganancias en moneda local que luego se destinaron en grandes montos a la compra de dólares? Es decir, no todos pierden, una cuestión central para encarar la etapa que viene.
Toda esta discusión está en el centro de la denominada «batalla cultural». A modo de ejemplo, el viernes último se trata en El Cronista, pero también en otros medios, la existencia de un plan inmediato, apenas asuma Alberto Fernández, para incrementar los ingresos de los sectores más vulnerables. Sin embargo, lo que se destaca es la nota editorial que acompaña la noticia titulada: «Llegan los pesos de la felicidad, aunque el bolsillo tenga un agujero». En esencia, es el mismo discurso de las restricciones que plantea el FMI. Los «qué», los «cómo» y los «para quién», en constante puja.
La gran restricción que tiene el país para poder crecer de manera sostenible tiene que ver con la forma en que están distribuidos los ingresos y la riqueza. Ningún país puede desarrollarse con equidad si no se discuten estos aspectos. Por eso el plan ideal de Macri aspiraba a que pudieran cambiar las autoridades pero no las orientaciones de fondo. El «despertar» de Chile mostró que esa estabilidad y ese supuesto respeto por las instituciones le dieron forma a una sociedad profundamente desigual.
En el caso de nuestro país hay que decirlo claro: con las mismas recetas no se puede llegar a resultados distintos. Las políticas necesarias se encuentran en las antípodas de lo que plantean los organismos y ciertos grupos locales que apuntan a mantener el statu quo. Se precisa, entre otras cosas, motorizar la demanda por la vía del incremento de los ingresos reales. Pero a su vez hay que evitar que esto se traslade a los precios. Por eso, en el plano interno, el Gran Acuerdo Económico y Social, y la reconstrucción de un Estado muy activo regulando las relaciones de producción y consumo son herramientas absolutamente necesarias de cara a lo que viene. Lo que de seguro no hay, es lugar para el ajuste. «