A diez años de la muerte de Néstor Kirchner, la Argentina tiene un gobierno que lo reivindica y atraviesa por una crisis de proporciones bíblicas. Dos elementos que caminan por separado, y que necesariamente deben reconectar. La economía se derrumba como nunca, la pandemia nos ha pegado peor de lo previsto por los infectólogos, y la pobreza y el desempleo crecieron a niveles insostenibles. La globalidad de la coronacrisis nos proporciona una narrativa de justificación -«todas las economías sufrieron, no somos una excepción»- y si bien hay bastante de verdad en ello, también hay buenas razones para sospechar que el impacto local de la catástrofe sanitaria es especial.
Si miramos a los países de la región y el sur de Europa con los que usualmente nos comparamos, tenemos tres diferencias claves. La primera es que en todos lados la actividad económica y el empleo cayeron, como consecuencia del parate generalizado, pero en los otros países muchas variables económicas se mantuvieron estables -tasa de inflación, nivel de reservas en dólares, riesgo país, etcétera- y en el nuestro empeoraron. La segunda es que la economía de estos otros países ya empezó a rebotar hacia arriba -la teoría de la V- y aquí la pospandemia es incierta. Y la tercera es la devaluación de la moneda, que hizo que nuestros ingresos medidos en dólares se desplomasen -se recomienda no sacar la cuenta con la última cotización del blue para no arruinarse el fin de semana. La conclusión general es que la pandemia nos pegó a todos los países, pero a los que ya veníamos mal nos pegó mucho peor, y pende sobre nuestras cabezas el riesgo de nocaut.
Lo bueno en este horizonte lo dijo el presidente en el acto del 17 de octubre: «Menos mal que hay un gobierno peronista». Eso fue interpretado en términos de sensibilidad y protección social, ya que sin dudas el peronismo está mejor equipado en esos valores que otras fuerzas políticas. De hecho, el gobierno argentino desplegó paquetes de compensación económica más ambiciosos que otros gobiernos vecinos, y también aplicó medidas de cuarentena más estrictas bajo la creencia de que eso era lo más conveniente para la salud pública, independientemente de sus efectos sobre el consumo y la producción. No obstante, y a la luz del concepto presidencial, hay que destacar que el peronismo para los argentinos significa sensibilidad y justicia social, pero también es capacidad de gobernar e implementar medidas contundentes en contextos de crisis. Esta última característica ha sido común a todas las experiencias presidenciales de los diferentes peronismos: la histórica de Perón, la menemista y la kirchnerista. Esa historia es una enorme responsabilidad que pesa sobre los hombros de Alberto Fernández, y uno de los mandatos implícitos en los 13 millones de votos que obtuvo en la elección popular del 27 de octubre de 2019.
El ciclo kirchnerista no hubiera existido sin el éxito de la política económica de Néstor Kirchner entre 2003 y 2007. Que fue una continuación virtuosa del cambio de modelo que comenzó en la gestión de transición de Eduardo Duhalde. Tras la salida violenta del régimen de convertibilidad, las posteriores gestiones peronistas gestionaron la devaluación y fomentaron, gracias a los nuevos precios relativos de la economía, el aumento de la producción y la sustitución de importaciones. La economía creció a tasas altísimas durante varios años seguidos. Tuvo un contexto externo claramente favorable -el boom de la soja y otras commodities – que fue administrado con prudencia fiscal y monetaria durante un buen tiempo. Recordar las políticas sociales, regionales y reformistas del kirchnerismo, sin ver el nexo entre esos “lujos” y la sustentabilidad macroeconómica inicial, es como quedarse con el resumen de los goles sin mirar el partido completo.
Por otra parte, el mundo de 2020 no es el del post-2001 antes, y la Argentina tampoco. No hay boom de la soja, la sociedad espera más bienes y servicios, y los actores económicos están a la defensiva como nunca. Lo que se mantiene constante es la demanda de soluciones al peronismo. Entonces, la tentación gubernamental de refugiarse en las soluciones conocidas es natural y universal; Menem, candidato en 2003, solo atinaba a prometer más convertibilidad, ya en forma de dolarización. La idea de estabilizar la macroeconomía después de una nueva devaluación, y luego aguardar el ingreso de divisas -y de reservas- exportando recursos agroalimentarios, subyace en el imaginario colectivo. Pero tal vez 2021 requiera una nueva fórmula. Cabe preguntarse, en todo caso, si el legado de Néstor Kirchner es una receta única, útil en toda circunstancia, o si acaso consiste en un método decisorio: la audacia de estudiar el contexto y optar entre las alternativas que ofrece cada época. «