Sentada en un banco sobre la Plaza del Manège, frente al Museo Estatal de Historia, un edificio de estilo neorruso, Cristina dice que el Mundial convirtió a Moscú en una fiesta permanente. Vacaciones permanentes. No es queja, es descripción. La descripción de un clima de fiesta. Como todas las noches fueran vísperas, aunque se sabe que no lo son. Cristina es productora de una cadena de televisión y el Mundial la tiene ocupada por su trabajo. Pero lo que observa desde su posición en el centro de la ciudad es el hormigueo de gente, que podría ser habitual para la zona, un lugar de turismo, pero que se colapsa al haberse convertido en territorio FIFA.
Es domingo por la tarde, Inglaterra le acaba de ganar seis a uno a Panamá y el ingreso a la Plaza Roja se pone como un embudo bien fluido. Para entrar hay que pasar el escaneo, abrir la mochila, revolver un poco y mostrar que sólo hay una libreta, una computadora, cables, lapiceras, nada que pueda atentar contra la seguridad de nadie. Lo que sigue son los veintitrés mil metros cuadrados del barrio de Kitay-górod, que lindan con la muralla del Kremlin, que guarda en su necrópolis a Stalin, al astronauta Yuri Gagarin, a los escritores John Reed y Máximo Gorki, a héroes de la Segunda Guerra Mundial, a víctimas de la represión contra los bolcheviques en la Revolución de Octubre, ubicadas en fosas comunes bajo la muralla. Delante de ellos, sobre la plaza, está el mausoleo de Lenín, su cuerpo embalsamado.
Pero toda esa mitología, la del zarismo, la de su arquitectura, la de los soviets, la de los diez días que estremecieron al mundo, todo está profanada por lo que la FIFA llama “parque del fútbol”, que no es otra cosa que un pelotero para los hinchas, una especie de inflable pero para adultos, donde se patea a pequeños arcos, donde se grita, donde hay animadores. Todo con la marca FIFA, el show del Mundial, casi una profanación.
A dos kilómetros de ahí, Moscú también tiene lugares que caminan a otro ritmo, como el Parque Gorki, el parque de la cultura, cien metros cuadrados a lo largo del Río Móscova, con lagunas, jardines, sus comidas al paso, sus paseos de verde, su historia de película -Gorky Park fue un film estadounidense de la década del ochenta-, y ese himno al glasnot y la perestroika que fue la canción de Scorpions, Vientos de cambio. “Por el río de Moskv, bajo al Gorky Park, escuchando vientos nuevos”, dice el tema. Ya había caído la Unión Soviética.
La tarde del domingo, nublada, plomiza, con unos treinta grados, es pura paz, una postal del Mundial que entrega Rusia, un Mundial adorable y festivo que destruye prejuicios. Una versión que se impone acerca de por qué parece haber más hinchas sudamericanos y africanos que europeos en una ciudad como Moscú es que acaso el Tercer Mundo no le tuvo temor a Rusia, no funcionó ahí –o funcionó menos- todo el dispositivo de alertas, de campañas del miedo.
En el Parque Gorki se sentía demasiado lejos la autodestrucción de la selección argentina, un eco de otro mundo. Aunque el domingo en Bronnitsy pareció más calmo, sin audios viralizados, con el cumpleaños de Lionel Messi como fondo. Lo que entregaba por esas horas Moscú era la idea que todos, menos la Argentina, parecieran disfrutar de Rusia 2018. Aunque ya se sabe que todavía queda una oportunidad, que todavía no es tiempo para la tristeza. Que está Messi. Ojalá el martes de San Petersurgo el equipo se dé otra chance más en este país.