En 2013 Sebastián Carassai publicó un libro llamado Los años 70 de la gente común. Se trata de una investigación completa sobre ese concepto que los editores (Siglo Veintiuno) sugirieron con buen tino y el autor aceptó: gente común. Nombrar como gente común a aquellos ciudadanos argentinos que pertenecían al universo mayoritario e invisibilizado de personas sin involucramiento político de los años que vivimos en peligro. Visto hoy, ya atravesados por el resultado de la solución final que llevó adelante la derecha argentina contra las guerrillas y organizaciones políticas, podemos aún distinguir que la militancia convocó masivamente, fue signo de los tiempos, ¡lucha de clases!, pero también se sabe desde siempre que con la militancia se coge, se cura y se educa. Nuestra mirada de esos años nos podría hacer pensar que lo común era justamente eso: militar. Pero no. Los entrevistados de Carassai vivieron desde lejos la experiencia o con un involucramiento puntual, repentino y olvidado, eran espectros y la mayoría de una sociedad civil sobre la que se montaban mitos de legitimidades fluctuantes (si eran los que aprobaban la guerrilla en un momento o el golpe de Estado en otro).
Dicho hoy, en esta democracia de los segmentos: ¿qué sería la gente común? Lo sabemos: la izquierda lucha por tener la razón, la derecha lucha por gustar. Y la democracia es un sistema bárbaro: los obliga a todos a hacer todas las tareas. Hay que hablarle a cada uno de los millones de ciudadanos.
Usando el concepto de aquel libro (para mí) central: estamos rodeados de gente común. Cambiemos se diseña como fuerza contra el círculo rojo de especialistas en las cosas públicas. Adentro de cada cambiemita que conversa y debate vive un enano que repetirá en un momento de la charla con voz andina la máxima duranbarbiana: Esto no le importa a la gente. De modo que las cosas, las cosas que creemos graves, elementales y peligrosas, como las detenciones ilegales de dirigentes políticos, el asesinato por la espalda de un joven mapuche en un campo o el ajuste en las jubilaciones, conforman un universo que, a los ojos del gobierno, sólo importan en el círculo de la intensidad política. El final de su credo incluso para quienes vinieron a devolver la economía en la Argentina es que la gente tampoco vota con el bolsillo. O al menos no con el determinismo que pudo advertirse en las campañas electorales de Unidad Ciudadana, o previsiblemente en el FIT, donde se creía que un discurso testimonial de los padecimientos que sufría la gente alcanzaba para lograr su voto. ¿Y entonces? ¿Ni política ni economía? Cambiemos tiene intelectuales, militantes, comentaristas, granjas de trolls, como todo el mundo político, pero son un tipo de fieles que alientan la existencia de la indiferencia en el hombre común (y la mujer común). El reverso de la soberbia del militante político que podía concluir una discusión de bar con el remate de sí, pero el pueblo es peronista, el militante cambiemita puede rematar con su: sí, pero a la gente no le interesa eso. ¿Cómo lo saben? Bueno, lo saben. Convencieron a todos de que la información la tienen. El 90% de lo que la gente comparte en Whatsapp no es política, me dijo un funcionario nacional en abril de 2016.
La invitación de aquel libro de Carassai (que investigó también las publicidades de época, la televisión, las novelas, incluso llegó a comprar en Mercado Libre las dos temporadas de Rolando Rivas y se las vio enteras) era explorar lo menos explorado: ¿qué hizo la gente mientras ocurrió lo que ocurrió? Pese a la distancia, aquel libro activa el reflejo de mirar la vida de los alejados al sentido de la vida que da la política. Que son, evidentemente, el objeto de la democracia, y el sujeto también: cada dos años votan todos. Votan los diferentes, votan los indiferentes, votan los negros, los putos, las lesbianas, los indios, y votan las masas machas, blancas y heterosexuales que no encajan en minorías para ser representadas. Al credo kirchnerista de todo es política, el macrismo lo minimiza a diario: no, todo es micropolítica. Y Cambiemos es la afinación casi definitiva de una política hecha para las personas que no les gusta la política, para los que no encajan en ninguna minoría, aunque en simultáneo contenga racimos intensos de ciudadanos antikirchneristas y antiperonistas que se sientan a su abrigo. ¿Y qué significa creer que la política es un consumo de élites profesionales, liberales, populistas y progresistas que no hacen mella? Significa, en un sentido muy oscuro, también asumir la indolencia como un valor. Abandonemos el sueño de construir una sociedad mejor, dirán, eso huele a mesianismo de siglo XX que ya sabemos cómo terminó. Que Pepe Stalin, que Adolfito Hitler.
Pero en estos días ocurrió algo más: la propia insensibilidad ante los 44 marinos de la Armada que se perdieron en el frío océano argentino, hundidos en una incierta implosión. Agujero negro de compatriotas que merecen nuestro respeto. Desde el prejuicio se podía creer que estas víctimas podían ser más contenidas en el relato oficial que, previsiblemente, un Santiago Maldonado. Hombres y mujeres de uniforme, caballeros del mar, podrían contrapesar en su símbolo a la sensibilidad progresista siempre en expansión. Pero no. La empatía con las víctimas está inhibida por completo, de este a oeste. Aunque sea para raspar el fondo de olla de una discusión siempre irresoluble como la de ¿qué hacemos con las diezmadas fuerzas armadas argentinas? o la acusación del estado de abandono de muchas capacidades estatales a los largo de las décadas. Pero no. Sin lugar para el dolor, dice el gobierno.
O también se puede decir así: no se menciona la soga en la casa del ahorcado. «