A principios de septiembre nos preguntábamos, en una tapa negra, dolorosa, ilustrada con los rostros de decenas de trabajadores de la salud fallecidos, por qué se estaba perdiendo la batalla contra el coronavirus. El diagnóstico entonces recorría el tortuoso desfiladero de la negación. El gobierno, sin posibilidades reales de asegurar un aislamiento severo que aminorara los contagios, acechado por las marchas del sector más cerril de la oposición y el discurso anticuarentena de los medios concentrados, se dejaba arrastrar a la encrucijada de la responsabilidad individual.
Alberto aceptaba que en realidad ya no había cuarentena, bastaba salir a la calle y comprobarlo, y la multiplicación de los contagios no parecía ceder. El sociólogo Daniel Feierstein ponía la ecuación en palabras: “El responsable está cuidando al irresponsable y este está jodiendo a todos”. Con varios sistemas de salud provinciales al borde del colapso, la suerte de la pandemia se reducía al debate entre las personas comprometidas con la salud del prójimo y los objetores de conciencia que denunciaban la “infectadura”. Ese panorama sombrío parece haberse modificado. Si bien nada definitivo puede decirse sobre el Covid-19 (la magnitud de los rebrotes en el otoño europeo y la a esta altura inverosímil mutación del virus en los visones nórdicos lo prueban), el clima es otro en el país. A la compra de millones de dosis de la vacuna rusa se agregó ayer el anuncio de que el gobierno se aseguró la provisión de otros muchos millones de la de AstraZeneca, la que se está produciendo en la Argentina.
Los lotes adquiridos bastan para inocular a toda la población adulta. La noticia termina de plasmar lo que un mes atrás asomaba como una incipiente política de Estado: garantizar la disponibilidad a gran escala de la inmunización apenas las vacunas aún en desarrollo sean aprobadas, en un contexto global donde nada hay más importante. Un menguante “banderazo” culpará hoy al gobierno de todos los males, aunque no podrá denunciar el “comunismo” de la Sputnik V porque ahora también está la de Oxford. Y los mismos medios que señalaban cómo la Argentina subía en el ranking de casos, ahora que vuelve a ser superada por países europeos, se solazan en el ranking de los muertos por millón. Ese es, claro, el dato más pavoroso de la pandemia en la Argentina.
Cabría preguntarse si era posible esperar una estadística distinta en un país hiperendeudado con más de la mitad de sus habitantes bajo la línea de pobreza, y donde el periodismo corporativo y el principal partido de la oposición llamaron a salir a la calle durante meses, a contagiarse y contagiar. Y contra todo eso, el dato del reporte de ayer es promisorio. La ocupación de camas de terapia intensiva a nivel nacional en el AMBA ya está por debajo del 60 por ciento. Se ganó tiempo. Se sumaron camas y respiradores. El sistema de salud no colapsó. Se evitaron más muertes. Y llega la vacuna. La batalla continúa. «