Los aniversarios con números redondos nos atraen. Conmemorar los 50 años del Cordobazo, justo el día en que la CGT decretó una huelga general en la que se unificaron todas las tendencias del sindicalismo argentino y las organizaciones sociales, nos da una primera información muy relevante: en la memoria colectiva argentina, aquellos sucesos de Córdoba de mayo de 1969 nos siguen interpelando, tienen algún tipo de vigencia, dejaron una marca a la que siempre volvemos y en la que nos referenciamos. ¿Qué significó para los protagonistas? ¿Cuánto tuvo de mito de época? ¿Qué significa pensar aquellas jornadas de lucha mancomunada de obreros y estudiantes en medio del agobio de la Argentina macrista?
Desde la década del ’50, Córdoba había ido constituyéndose como un moderno centro industrial. El impulso de sectores de las FF AA para la instalación en la provincia de fábricas de armamentos, como la de Río Tercero, fueron acompañados por un largo y sostenido trabajo de aprovechamiento de los ríos cordobeses en la generación de energía eléctrica mediante la construcción de diques. El Estado promovió la instalación de una gran empresa fabricante de tractores, y la llegada de FIAT y la IKA-Renault terminaron de conferirle a la ciudad de Córdoba la fisionomía de un núcleo industrial, con todas las ramificaciones de actividades que eso conlleva, y la construcción de una miscelánea de barriadas obreras.
Precisamente Córdoba, la sede de las más tradicionales y pujantes universidades, era el centro receptor de estudiantes de todo el norte y centro argentino. No por nada la llamaban «la Docta»: tenían el orgullo de haber sido los protagonistas de la Reforma Universitaria de 1918, y una larga e intensa tradición política, «la cuna de cuatro presidentes de la Nación».
En 1969 ya habían transcurrido 14 años de proscripción al peronismo y de exilio de su máximo líder. Se turnaban gobiernos fallidos entre militares y civiles. El sueño persistente de las élites de volver a los andariveles sociales y económicos preperonistas no lograba coronarse, las resistencias sociales eran fuertes, nadie tenía la fuerza suficiente para imponer una hegemonía definitiva, pero sí para boicotear la del adversario.
En 1966, el general Juan Carlos Onganía había encabezado un golpe militar que gozó de fuertes y activos apoyos. La prensa lo presentaba como el hombre fuerte que venía a ordenar el país; «el Príncipe», lo apodó Mariano Grondona, jugando a ser Maquiavelo. Lo imaginaban como un generalísimo al estilo de Franco: el modelo era la larga dictadura española. El general se encargó de decir que su gobierno «no tenía plazos, sino objetivos» y se pensó a sí mismo gobernando por más de 20 años.
Pero no sólo la prensa y la élite le dio la bienvenida: es muy conocida la foto de la dirigencia de la CGT, con Augusto Timoteo Vandor como referente, reunida con el nuevo dictador al que fueron a visitar vestidos con saco y corbata. El mismísimo Perón, ante el golpe de Estado, aconsejó «desensillar hasta que aclare».
Onganía se mostró muy duro desde el comienzo y respondió con fiereza a cada acto de rebeldía que asomaba. Fue brutal con los universitarios en La Noche de los Bastones Largos, y también lo fue con los trabajadores a los que les intervino sindicatos y encarceló sin miramientos. Se estaba construyendo el escenario para los recortes y ajustes que pretendían poner fin al Estado Benefactor argentino. Se prohibió el derecho de huelga, y los intentos de resistencia fracasaron.
El 28 de marzo de 1968, un importante grupo de sindicatos, opuestos a las actitudes negociadoras y condescendientes de la CGT vandorista, crearon la CGT de los Argentinos, liderada por el dirigente gráfico Raimundo Ongaro. El nucleamiento planteaba la necesidad de enfrentar a la dictadura, pero en los hechos no lograba juntar una masa significativa de voluntades para torcerle la mano al gobierno. En Córdoba, que ya era la segunda ciudad industrial del país, lograron hacer pie gracias al rol muy destacado de un dirigente del sindicato de Luz y Fuerza, Agustín Tosco.
El año 1969 empezó con un panorama en el que Onganía parecía navegar sobre aguas tranquilas. La UIA le planteó entonces al ministro de Economía, Adalbert Krieger Vasena, la necesidad de encarar reformas laborales: achicar horas de trabajo y salarios, y sobre todo, eliminar en Córdoba y otras provincias el sábado inglés, esa conquista histórica de trabajar medio día los sábados. El gobierno decidió darle curso al pedido y ese fue un punto de inflexión. El dirigente de la poderosa SMATA cordobesa, Elpidio Torres, convocó a adoptar medidas de fuerza y se reunió con Tosco para dejar atrás en la provincia las diferencias entre las centrales sindicales y apuntar a un plan de lucha unificado contra los ajustes.
Estos movimientos coincidieron con la aparición en el estudiantado cordobés de corrientes de izquierda que, inspiradas en el Mayo francés de 1968, comenzaron a radicalizarse. La idea de unificar luchas con los trabajadores generó una gran gama de puentes entre los dos sectores. Tosco apareció con mucha regularidad en actos organizados en las universidades.
Uno de los mitos recurrentes sobre el Cordobazo dice que se trató de una insurrección espontánea. Esa versión desconoce que dirigentes de diferentes corrientes sindicales y estudiantiles se organizaron y decidieran un paro general con movilización para el 29 de mayo, extendiendo a 48 horas la decisión de la CGT nacional, que había decretado el paro para el día 30, por 24 horas. En la ciudad cordobesa acordaron los lugares por donde irían las manifestaciones, y tomaron las medidas de seguridad necesarias atentos a que las movilizaciones previas en Rosario y en Corrientes habían terminado con un muerto, múltiples heridos y detenidos. Nada estuvo librado al azar. Incluso durante la semana anterior se militó intensamente para ganarse el favor y la simpatía de los comerciantes y la población en general. La participación fue inédita, multitudinaria: los metalúrgicos y los ferroviarios hacía años que no participaban en movilizaciones y una de las sorpresas de la jornada fueron las enormes columnas que aportaron ese día.
El 29, la ciudad amaneció militarizada. Sin embargo, y a sabiendas del peligro y los antecedentes, decidieron avanzar. La policía desplegada se asustó y abrió fuego. Fue un inicio trágico, porque en ese momento cayó muerto Máximo Mena, joven trabajador del sindicato de los mecánicos, y muchos otros fueron heridos. Fue un momento culminante, de esos que definen las historias. La multitud pudo haberse asustado, pudo haber retrocedido, pero ocurrió lo contrario. Encolerizados, sin medir consecuencias, las columnas cargaron contra los policías, y estos dudaron al principio, retrocedieron tímidamente, para terminar huyendo de forma escandalosa, y así cambió por completo el efecto simbólico de una huelga que pasó a convertirse en rebelión.
La noticia de la muerte y la represión surtió un efecto de contagio en toda la ciudad. La radio y los noticieros transmitieron a todo el país la novedad de que Córdoba estaba en poder de los manifestantes. Testigos de la época contaron que tuvieron la sensación de que el pueblo se había despertado en forma irreversible: una medida de fuerza defensiva se estaba llenando de mística. Hubo un clima de euforia, miles de personajes salieron de su anonimato para convertirse en pequeños héroes aportando su grano de arena. En este universo que habitamos tal vez nos cueste imaginar un mundo sin redes sociales y celulares. Las comunicaciones se dieron en forma casera, motociclistas iban de una lado a otro de la ciudad intercomunicando a los dirigentes, las noticias corrían a toda velocidad, vecinos albergaban en sus casas a trabajadores y estudiantes que huían de algún comando represor. La opinión pública nacional estaba en vilo, los acontecimientos paralizaron la atención y los corazones de todo el país.
El gobierno, al comprobar que las fuerzas de seguridad se habían visto superadas, decidió enviar al Ejército, poner orden en la ciudad y recobrar el control. Pero la evidencia de que la revuelta contaba con tan amplias simpatías impedía cualquier posibilidad de desatar una carnicería indiscriminada. Tosco y Torres fueron arrestados a la madrugada y trasladados a La Pampa, y un tribunal militar los sentenció a largas condenas de cárcel. Recién a las 18 del día 30 el Ejército pudo recuperar la ciudad.
Los comunicados oficiales, las crónicas periodísticas y las investigaciones históricas dan diferentes cantidades de víctimas, incluso entre las fuerzas de seguridad, sin gran precisión de nombres y lugares. Los periodistas cordobeses Carlos Sacchetto y Luis Mónaco realizaron en 1971 un relevamiento de los muertos, cotejando relatos testimoniales con el registro municipal de defunciones, y constataron cuatro muertes y centenares de heridos.
La imagen de duro de Onganía se hizo añicos. Perdió autoridad incluso entre sus camaradas de las FF AA, que fueron durísimos con él. En junio de 1969 renunció el Gabinete en pleno. El nuevo ministro de Economía convocó a paritarias para descomprimir la presión laboral, pero las aguas siguieron revueltas. Conflictos gremiales, paros activos, y puebladas similares al Cordobazo se manifestaban en todo el país. Un año exacto después, Montoneros hizo su aparición pública secuestrando y asesinando al exdictador Pedro Eugenio Aramburu. Este contexto terminó de convencer a las cúpulas castrenses de la necesidad de retirar a Onganía del gobierno.
A partir del Cordobazo se abrió un proceso de luchas obreras y estudiantiles sin precedentes en la Argentina. Sólo tres años después se abrió el proceso de negociación con el peronismo y los demás partidos políticos para convocar por primera vez a elecciones sin proscripciones. Se habló de pactos sociales y de grandes acuerdos, pero esa búsqueda de consensos se desarrollaba sobre un escenario político que desde el Cordobazo había cambiado radicalmente. Lo que se negocia en las roscas políticas siempre está absolutamente condicionado por lo que pasa en las calles. Tal vez esa lección, tan elemental, sea una de las grandes enseñanzas en la que el Cordobazo puede interpelarnos.