Sin contar sus idas al Tribunal Oral de Menores Nº 2, la imagen pública más reciente del efectivo de la Policía Local de Avellaneda, Luis Chocobar, lo muestra cebándole un mate a la diputada platense de Juntos por el Cambio, Carolina Píparo. Fue cuando ella lo visitó en su hogar al promediar el último atardecer de 2020, así como consta en su cuenta de Twitter.
La fatalidad quiso que, unas horas después, su esposo fuera detenido por “homicidio en grado de tentativa”, tras el sonado episodio en el cual atropelló con su vehículo a un motoquero al creer que se trataba de un asaltante.
Pero la legisladora no cree que Chocobar sea un pájaro de mal agüero. De hecho, el macrismo lo convirtió en una suerte de santidad del Gatillo Fácil. Y ella –pese a su dificultosa situación personal– asiste cuando puede a la sala en donde a él se lo juzga por el asesinato a quemarropa de de Pablo Kukoc, el muchacho asesinado en enero de 2018 por los disparos a quemarropa del cabo, tras robar y herir a un turista norteamericano.
La semana pasada, en un vibrante alegato, la fiscal Susana Pernas había pedido 18 años de prisión para su cómplice –a quien no se lo identifica porque al momento del hecho era menor–, que también es juzgado allí. Y ahora pidió tres años para Chocobar, echando mano a la benévola figura de “exceso en el cumplimiento del deber”.
En cambio, el abogado Pablo Rovatti, a cargo de la querella, pidió la prisión perpetua del imputado por tratarse –según él– de “un fusilamiento extrajudicial”. Su defensor, Fernando Soto, no sorprendió a nadie al pronunciarse, con exagerada vehemencia, por su absolución.
Conviene reparar en este sujeto; a tal efecto es necesario retroceder a las horas inmediatamente posteriores al acto en tela de juicio, cuando los medios mostraron su arribo a la Casa Rosada.
El encuentro de Chocobar con el entonces presidente, Mauricio Macri, ocurrió durante la mañana del 1 de febrero de 2018 en su despacho.
–Quiero reconocer tu enorme valentía y ofrecerte mi apoyo –fueron las palabras de bienvenida.
Chocobar se sonrojó.
Patricia Bullrich observaba la escena con una expresión entre cariñosa y comprensiva.
Al día siguiente se viralizaron las imágenes captadas por una cámara de seguridad instalada en la esquina de Irala y Suárez, del barrio de La Boca. Allí se lo ve a Chocobar disparando por la espalda al ladronzuelo, de 17 años, ya caído por un tiro previo que le quebró un fémur, después de herir a puntazos, junto con otro pibe, a Frank Joseph Wolek. La difusión de ese video derrumbo públicamente los elogios de Macri.
Pero aquel detalle no opacaba su propia hazaña: ser el primer presidente constitucional que recibe a un policía acusado de homicidio.
Ese mismo día a Chocobar le presentaron a Soto.
Este sujeto esmirriado y calvo, con ojillos que siempre brillan detrás de unos lentes sin marco, era nada menos que el director de Ordenamiento y Adecuación Normativa del Ministerio de Seguridad de la Nación, comandado por Bullrich.
Es posible que su figura sea siempre recordada por haber sido autor del “protocolo”, que habilitó el uso policial de armas letales hasta por la espalda, ante cualquier clase de “peligro inminente”. Entre otras hazañas, fue de su cuño el “Plan Restituir”, cuya finalidad era “limpiar el honor” (y por ende, devolver al servicio activo) a uniformados que salieron airosos de causas por homicidios y torturas. Como si fuera poco, por orden de la ministra, supo a la vez asumir las defensas penales del prefecto Javier Pintos (el asesino de Rafael Nahuel en Bariloche) y ahora, la de Chocobar.
Soto era muy propenso a la acumulación de cargos y funciones. Tanto es así, que también actuó de enlace con el FBI, además de ser el titular de la Dirección de Proyectos, Evaluación de Normas y Cooperación Legislativa. Paralelamente reportaba al Ministerio de Justicia por ser parte de la Comisión Nacional de Huellas Genéticas. Y era profesor en el Instituto Universitario de la Policía Federal. Sin descuidar sus quehaceres como secretario del consejo administrativo de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, de cuya obra es fanático. Soto mismo, dados sus menesteres institucionales, podría haber sido un personaje de la Historia Universal de la Infamia.
Su ascensión ministerial fue fruto del ocaso de otro gran personaje, el ex jefe de Cooperación con los Poderes Judiciales, Gonzalo Cané, quien dio un paso al costado cuando el juez federal Daniel Rafecas lo procesó por espiar a la familia de Santiago Maldonado.
Soto seguía esta cuestión con una actitud entre discreta y ambiciosa.
La inesperada renuncia de Cané lo convirtió en el “garrote” de Bullrich, especialmente en las causas judiciales más sensibles. Entonces fue ungido –a través de resolución firmada por ella– con el cargo de apoderado ministerial. Y con los siguientes propósitos: impulsar urgentemente el cambio de carátula en el expediente sobre el caso Maldonado (dado que la figura de “desaparición forzada” causaba mala impresión internacional) y perseguir como querellante –de acuerdo a dicho documento– a quienes “puedan resultar penalmente responsables por falsas acusaciones contra esta cartera y/o sus funcionarios”. Se refería, entre otros, a familiares de Santiago, a sus abogados y a periodistas. Eso mismo fue implementado en la causa por el asesinato del pibe Nahuel, donde solo fueron arrestados los dos muchachos mapuches que lo asistieron en su agonía.
A la vez –ya se sabe– Soto fue el arquitecto normativo de una limpieza punitiva. O sea: una especie de Adolf Eichmann en módica escala, abocado a la “Solución Final” de la delincuencia más precarizada.
¿Qué queda ahora de él? Lo cierto es que sus características personales hicieron que este juicio fuera una representación única e irrepetible, en donde –al mejor estilo de la literatura fantástica del XIX– un científico loco alega en un estrado a favor de su criatura más atroz. «