El capitalismo, como sistema económico, se manifestó abiertamente en Inglaterra en el siglo XVI. Sus ejes doctrinarios fueron precisados en 1776 por Adam Smith, que institucionalizó culturalmente que al mercado libre la virtud de ser el supremo constructor del bien común. «Todo individuo trata de emplear su capital de tal forma que su producto tenga el mayor valor posible. Generalmente no pretende promover el interés público ni sabe cuánto lo está fomentando. Lo único que busca es su propia seguridad, sólo su propio beneficio. Y al hacerlo, una mano invisible lo lleva a promover un fin que no estaba en sus intenciones. Cuando busca su propio interés, a menudo, promueve el de la sociedad más eficientemente que si realmente pretendiera promoverlo». El mercado requería un encuadre sistémico político, dando a luz la democracia representativa como custodio institucional del libre mercado y la propiedad privada (si bien el orden estuvo basado en el derecho romano, floreció en el siglo XVIII en Francia y Estados Unidos.
Que casi 240 años después del hito de “La riqueza de las naciones”, la Organización de las Naciones Unidas expresara su “voluntad” de reparar las grandes miserias humanas a través de 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS/2030)(esto es: poner fin a la pobreza, eliminar el hambre, aunque no mencione el déficit de agua potable, asegurar acceso a la salud, la educación, a la energía, al trabajo, a vivienda digna, que se reduzcan las desigualdades, haya igualdad de género o que las comunidades sean sostenibles…) es una demostración palmaria del rotundo fracaso del sistema capitalista como constructor del bien común (o mejor, del buen vivir).
Dos frases de Albert Einstein pueden ayudarnos: “locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes”, “en medio de la dificultad yace la oportunidad”. Habiendo quedado demostrado que votar a otros ciudadanos para que administren la cosa pública y fomentar el individualismo, el egoísmo, el espíritu de lucro y la acumulación del capital, resultó un fracaso nos obliga a intentar otra alternativa.
En 1994, La Real Academia de las Ciencias de Suecia otorgó el Nobelpriset de Ciencias Económicas del Banco de Suecia en Memoria de Alfred Nobel, conocido como Premio Nobel de Economía, a John Nash (una mente brillante) quien, utilizando la teoría de los juegos, hizo la destacada contribución de que la maximización del interés de la comunidad y de sus individuos se logra a partir de la colaboración y no por competencia como decían los antiguos manuales de un sistema devenido en salvaje. Mientras la academia y los comunicadores acallaron el reclamo de Nash, diez años después, la ONU rescata el principio de la colaboración en su Objetivo 17: “alianzas para alcanzar los objetivos”.
Pero muchos argentinos ya conocíamos ese ingenio. Juan Domingo Perón nunca se cansó de predicar que: “La humanidad necesita fe en sus destinos y acción, y posee la clarividencia suficiente para entrever que el tránsito del yo al nosotros no se opera meteóricamente como un exterminio de las individualidades, sino como una reafirmación de éstas en su función colectiva”, “Nuestra comunidad solo puede realizarse en la medida en que se realice cada uno de los ciudadanos que la integran. Pero <
Sistemáticamente, quienes controlan la economía y la política argentina, los cipayos y patrones de afuera y de adentro, supieron influir culturalmente sobre la ciudadanía promoviendo el consumismo, el individualismo, el exitismo y la negación del Estado como garante del bienestar general, para que el pueblo no se organizara en comunidad. Este formateo se comprueba que hasta quienes se decían peronistas fueron capaces, entre otras cosas, de imponer el “Washington Consensus” (Menem), participar de la alianza y hasta ceder dirigentes para armar el “mejor equipo de los últimos cincuenta años” (Macri).
Perón, en su retorno a la Argentina en 1973,remarcó la ausencia de una Comunidad Organizada conformada a partir de las “organizaciones libres del pueblo” y puso a esta conformación como eje del “Modelo Argentino”. Alejarse “del colectivismo asfixiante y del individualismo deshumanizado” es “una tarea que requiere programación, participación del ciudadano, capacitación, aptitud de conducción y capacidad concreta para el estudio de las cuestiones relativas al desarrollo social del país … unidad de conducción, descentralización de la ejecución y una concepción que emane del sentir del pueblo”.
Para defender a los gobiernos populares y constituirse en freno de prácticas antidemocráticas, injustas y depredadoras, el pueblo debe devenir en Comunidad Organizada. Un eje estratégico del Programa INAES (Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social) en las calles, impulsado por Mario Cafiero, son las Mesas del Asociativismo y la Economía Social, constituidas por la confluencia de organizaciones que eligen la solidaridad frente al egoísmo, el bien común al individualismo, la cooperación contra la competencia. En más de 60 localidades del territorio nacional, a pesar de la “peste amarilla” y el COVID19, un grupo importante de cooperativas, mutuales, sindicatos, clubes deportivos, artísticos y culturales, asociaciones civiles, colectividades, organizaciones sociales, foros populares, gremiales que nuclean a productores de las economías regionales y pymes, instituciones académicos, científicos y tecnológicos, bomberos, parroquias, iglesias y templos, entidades de defensa civil, centros de jubilados, cooperadoras de colegios, centros de estudiantes, etc. se han unido para superar injusticias y concretar anhelos. Estas mesas conforman nodos de una vasta red nacional que comparten prácticas virtuosas, conforman corredores y operan con la lógica de excedentes y faltantes.
Las citas corresponden a los libros: La Comunidad Organizada y Modelo Argentino para el Proyecto Nacional, Juan Domingo Perón.