El gobierno y los trabajadores de Venezuela debaten su destino entre un juego de fuerzas global protagonizado, por un lado, por Estados Unidos, China y Rusia (seguidos de cerca por la India, Irán y Sudáfrica), y del otro lado, una contrarrevolución instalada en la frontera de Colombia. Dentro de esa relación desquiciante, lo que resta de lo que una vez fue el proceso de la Revolución Bolivariana hace esfuerzos para sobrevivir o revivir, bajo el azote imperialista.
El gobierno de Maduro salió airoso de la prueba político-militar del 23 de enero al 23 de febrero, demostrando bastante inteligencia táctica para sobrevivir a un temporal de asedios múltiples: diplomático, político, de calle, periodístico, de redes sociales, financiero y económico de ahogo extremo y sobre todo militar por las dos fronteras que comparte con sendos gobiernos pro yanquis: Colombia y Brasil.
El resultado no se puede medir por lo que arrojó el enfrentamiento, como ocurrió en los anteriores escenarios de violencia callejera conocida como «las guarimbas». Esta vez no hubo enfrentamiento ni choque de fuerzas, excepto el día 22 de enero cuando un grupo del partido de Guaidó tomó dos cuarteles, mataron a varios soldados pero fueron derrotados, capturados y puestos a la orden de los tribunales militares.
El mes de tensión y asedio de enero a febrero de 2019, se define por una mayor gravedad y peligro: Venezuela estuvo a horas de ser invadida por fuerzas combinadas de Estados Unidos, Colombia, Brasil e Israel, con participación menor de grupos mercenarios del paramilitarismo residual financiado por el expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez, decenas de jóvenes venezolanos de Voluntad Popular (el partido de Leopoldo López y Juan Guaidó) que cruzaron la frontera, se apostaron bajo la protección de la Policía Nacional de Colombia y financiamiento externo para actuar desde Cúcuta, además de algunos sicarios expertos traídos desde Medio Oriente y una representación individual de los marines de las Fuerzas Armadas de EE UU, capturados por cámaras filmadoras.
No hay duda que el riesgo de guerra latió en la frontera por algunos días y horas. Pero no hubo enfrentamiento militar, ni siquiera con los casi 100 guarimberos de VP que cruzaron el puente de la frontera para armar las molotov e incendiar las gandolas de la operación invasora. El resultado fue el fracaso de la operación: eso es lo más parecido a una derrota.
El único enfrentamiento físico registrado ocurrió en un pueblito fronterizo, a pocos kilómetros de la pequeña ciudad de Ureña, en un poblado conocido como La Mulata, donde más de 300 paramilitares uribistas atacaron con armas de grueso calibre un puesto militar bolivariano y fueron repelidos y espantados por no más de 20 milicianos bien equipados bajo el mando militar de un suboficial. Esta acción de corte heroica fue una demostración de la capacidad técnico-militar bolivariana y la moral de combate de las milicias organizadas por el expresidente Chávez y mantenidas por el gobierno de Maduro y Diosdado Cabello. En ambas fronteras hubo incendio de gandolas y forcejeos, pero no una acción militar como la de La Mulata.
No se trata de una exquisitez lingüística. Podemos definirlo como derrota para quienes armaron, financiaron y organizaron la operación de “ayuda humanitaria” por ambas fronteras y el acto musical en Cúcuta. Pero no fue por el efecto de un choque de fuerzas, sino por su agotamiento y frustración: No pudieron entrar en acción y todo terminó en un rotundo fracaso cuándo y dónde lo intentaron. «