Cuando Diego Maradona llegó a Rosario para jugar en Newell’s, en 1993, un periodista le dijo que llegaba a la ciudad el mejor futbolista del mundo. «El mejor –le respondió Diego– parece que ya jugó en Rosario». José Pekerman lo incluyó en su Selección Argentina de todos los tiempos. Cuando era entrenador, en 1976, César Menotti lo citó a una preselección, pero no se presentó. Jorge Valdano lo enalteció: «Se convirtió en un símbolo de un fútbol romántico que ya prácticamente no existe». Tomás Carlovich –rosarino, 72 años, ídolo de Central Córdoba, apenas cinco partidos en Primera– cobra vida en Trinche, del periodista Alejandro Caravario. Y el libro es, más que una biografía clásica, «un viaje por la leyenda del genio secreto del fútbol».
–¿Por qué es un mito?
–Cumple con algunos requisitos: el mito realista, el utópico, su recorrido como relato. Y tiene algún toque local: en el mito está en juego nuestra idealización del fútbol. El barro del potrero por un lado y por el otro la fidelidad al terruño, a la camiseta, al fútbol juego. La incorruptibilidad desinteresada frente al universo del profesionalismo, donde los colores de las camisetas se empiezan a decolorar y diluir. En ese sentido, es perfecto, y más allá de las desprolijidades, que lo confirman como un atorrante de potrero.
–¿Cómo jugaba?
–Lo reconstruí a partir de relatos de sus compañeros, porque, como la mayoría de los argentinos, no lo vi jugar. Hay una especie de consenso en que es una mezcla de Redondo y Riquelme. Era 5, grandote, aguerrido pero no marcaba, y esa sería la diferencia con Redondo, que se raspaba. Tenía la elegancia, la posición y la zurda de Redondo, y la enorme precisión de pasador de Riquelme. Además jugaba muy bien con el cuerpo, con el culo, y eso también es de Riquelme. Cuando el tipo cubría la pelota, no había modo de sacársela. Y con algunas exquisiteces de otro tiempo. Me decían que, en lugar de pegarle de derecha, le pegaba de tres dedos con una fuerza tremenda. Y después están las proezas relatadas, como el doble caño.
–El doble caño, de ida y vuelta, en un punto es no hacer nada: no avanzás.
–Es puro ornamento, una jugada ineficaz. Pero desde la técnica, en ese diálogo dentro de la cancha, es una demostración de excelencia: el tipo que tira un caño, espera al marcador, y lo tira de nuevo. Un paso de torero. Y es la humillación máxima a un rival. Si esto alguna vez sucedió, alguien dijo: «Es la jugada de Carlovich».
–¿Sucedió?
–El Trinche te dice: «Mirá, alguna vez la hice, no sé. Pero como recurso, eh, no quería gastar a nadie». Le baja el precio a todo. Y forma parte un poco de su memoria flan. Pero hay compañeros, esa primera línea de la logia, que te cuentan que es verdad, posta, y te describen el caño doble con detalle.
–¿Tuviste un hallazgo, aunque no fue tu pretensión?
–En el libro se mantiene un interrogante: por qué Carlovich y no otro, si él reúne un montón de características que reúnen otros futbolistas. Y por qué, a pesar de su escasa trascendencia, lo eligieron a él como mito. Está su renuncia, su imposibilidad concreta de llegar a otro lugar. Pero hay algo mágico en su figura de crack, que produjo fascinación no siendo un tipo carismático. Una especie de Bochini, que no derrocha simpatía. Tuvo una trayectoria signada por el esplendor y la fuga. Ese es mi «hallazgo», ese enigma, ese misterio, qué carajo hacía este tipo además del doble caño. Hay algo misterioso que, en parte, me parece beneficioso que se mantenga.
–La delantera de La Máquina de River jugó 18 partidos entre 1941 y 1946. Sin embargo, hoy se repite: «Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna, Loustau».
–Hay algo de eso: ante la fuga del Trinche, lo que repone tu imaginación. Siempre hay algo potencial, lo que podría haber sido. Eso ensancha la leyenda. Otro jugador por ahí juega cinco partidos y termina puteado. Nunca pasó con él. No le facturan sus inconductas, que dejaba colgado el contrato, se iba a la mierda. En él siempre hay una posibilidad de algo mejor, algo que no sucedió, que todo es perfectible, pura potencia esperanzadora que alienta este tipo de relatos y expectativas. Esto de «hay un jugador que jugó cinco partidos en Primera y es mejor que Maradona».
–¿Él de qué es consciente?
–Tiene algunas explicaciones pour la galerie: «Yo jugué en Central Córdoba, y eso para mí es como haber jugado en el Real Madrid». Pero en algún punto, cuando tiene que ir a comprar el pan, dice: «La puta madre, yo podría tener mucha más guita de la que tengo». No le encuentro ese responso moralizante de «si yo hubiera hecho los deberes». No podía. El fútbol, para el Triche, es como el fútbol en la infancia. Es como si hubiera jugado siempre fijado en la infancia. El fútbol juego, el objetivo pelota es un juguete. Era un jugador itinerante de potrero, de ir jugando desafíos, siempre en ese ámbito medio trashumante en el perímetro de los barrios. Esa es su épica del futbolista. Tenía hasta un impedimento físico de ir a un club por mucha guita. Tenía que irse de Rosario, entrenar todos los días, lo que no lo divertía, y no podía sostener nada durante mucho tiempo. Es más complejo que decir que era vago.
–¿Qué te dijo del libro?
–Lo vi una sola vez en Rosario después de que saliera, y me dijo: «Che, qué linda la tapa, es de la época de Colón». Nada más, y tampoco le pregunté porque me iba a mentir.
–«No sé, preguntale a los muchachos», es una de sus respuestas preferidas.
–Hay un poco de estrategia. Él no se manda mucho la parte. Pero tampoco desmiente nada. Te dice que hables con los muchachos porque se acuerdan más, pero son los tipos que te van a contar la gran epopeya del Triche. Hay una parte de verdad: él tiene una memoria desesperante, no se acuerda ni cuándo murió el viejo.
–Acerca del Triche, además, hay remeras, murales, documentales, peñas, equipos, obras de teatro, canciones y hasta una tesis universitaria.
–La historia ejerce una fascinación, y pasan estas cosas. El otro día un periodista rosarino me mostró una foto de su lancha, que le puso de nombre «Trinche». Es lo que me deslumbró del personaje. Genera fanáticos en todo el mundo, «trinchistas».