A la OMC le preocupa que el gobierno de Donald Trump ha decidido esquivarla en lo que hace a la negociación de los diferendos, con lo que le saca la mitad de su razón de ser.
La medición de la OMC es un termómetro que marca el espíritu de una situación más general: el bloqueo de las fronteras nacionales de las grandes potencias a bienes, servicios, capitales y hasta personas de otras nacionalidades.
Aunque Estados Unidos aparece como el impulsor de estas medidas, no está solo. Su activismo obliga a las demás potencias del G-20 a ponerse a la defensiva, pero allí donde pueden estas responden con medidas similares.
Si la cumbre de marzo prácticamente no arrojó resultados, la de esta semana aparece como una puesta en escena con escasas posibilidades de lograr algo positivo.
El gobierno de Mauricio Macri apostaba a su agenda exterior para respaldar su política interna. Pero ha recibido desengaños: el G-20 se estremece con la guerra comercial; las negociaciones entre la Unión Europea y el Mercosur no superan la fase de los detalles; el país no logró ingresar a la OCDE y a los ojos de un sector del capital internacional, el acuerdo con el Fondo Monetario es un sinónimo de abrazo de oso, al punto que la declaración del país como «mercado emergente» pasó desapercibida. La directora del FMI, Christine Lagarde, participará del encuentro y aprovechará la ocasión para remarcar su posición: el FMI no cree en el plan de salvataje de la Argentina.
En marzo, Macri presentó a la Argentina como «mediador honesto» ante los conflictos comerciales, una declaración sin efectos prácticos. La agenda del encuentro de esta semana plantea que se analizarán los flujos de capital para evitar variaciones bruscas, algo que se dijo en marzo pero que la Argentina sufrió en carne propia después, con la fuga de unos 15 mil millones de dólares en dos meses. En aquel momento, el macrismo acusó al escenario internacional por la devaluación. Ahora sus protagonistas estarán en Buenos Aires. «