En la Ciudad de Buenos Aires, lo que mata es la humedad, pero el calor hace lo suyo. De acuerdo a datos de la Dirección porteña de Estadísticas y Censos, desde 1991, la temperatura máxima promedio en la Capital Federal aumentó más de un grado, y la mínima también. En un distrito donde los espacios verdes escasean y la “isla de calor” crece, los efectos del cambio climático ya son visibles, con mayor cantidad de fenómenos extremos.
Hace 30 años, febrero tenía una temperatura máxima de 27,8 grados y una mínima de 17,8. En 2019, fue de 29,1 y 19,2, respectivamente. La máxima anual promedio pasó de 21,5° C en 1991 a 22,2 en 2010, y a 22,4 actualmente, con el pico de 22,8 en 2017. Y el promedio de la mínima también subió: de los 13,5 grados del ’91 hasta los actuales 14,3°.
«Si se considera desde 1961 hasta ahora, lo más notorio es el aumento de las mínimas, con menos cantidad de días fríos por año”, remarca la directora de la Central de Monitoreo del Clima del Servicio Meteorológico Nacional, María de los Milagros Skansi.
En la última década hubo al menos una ola de calor por año. Los investigadores Francisco Chesini, Rosana Abrutzky y Ernesto de Titto relevaron la mortalidad debida a las olas de calor en la Ciudad entre 2005 y 2015 y hallaron que el riesgo de muerte se incrementa un 14% respecto al resto de los días del semestre cálido. En la de diciembre de 2013, la más prolongada desde 1906, aumentaron 43% las muertes diarias, sobre todo en ancianos, niños y mujeres.
El aumento no se da sólo en los meses más calurosos. En 1991, abril tenía registros de 22,4° C de máxima, y en los últimos dos años tuvo máximas de 23,5 y de 24,3. Unos 3,5 grados más de máxima registró noviembre en 2019 respecto a 1991. Junio tuvo casi 4 grados más de mínima que hace 30 años.
Inés Camilloni, investigadora del Conicet y del Centro de Investigaciones del Medio Ambiente (CIMA), menciona el efecto local de la isla urbana de calor, donde la temperatura crece entre dos y diez grados, «asociada a la liberación del calor por acciones de la ciudad, desde el transporte y los equipos de aire acondicionado hasta el cemento y el hormigón. De día, la Ciudad no es más cálida que las zonas suburbanas. Lo significativo ocurre a la noche: el calor no disminuye como en otros lugares”.
El aumento de la temperatura se relaciona también con otros fenómenos, como las precipitaciones. Siete de los ocho registros más altos de los últimos 30 años ocurrieron desde 2000, con el récord de 2014, cuando cayeron sobre los porteños 1983 milímetros. Sin embargo, los días de lluvia son menos, pero más intensos. En 1994 hubo 112 días de lluvia que generaron 1037 mm. En 2019, se necesitaron sólo 98 días para reunir 1207 mm.
Mientras, el gobierno porteño, en lugar de promover los espacios verdes –claves para refrigerar el aire y absorber las lluvias– y regular las construcciones, avanza en una voraz política de venta de tierras públicas para el negocio inmobiliario. “Hay crecimientos térmicos regionales y ciudades donde esto se potencia por el modelo de urbanización –indica Federico Isla, investigador superior del Conicet, profesor de la Universidad de Mar del Plata y director del Instituto de Geología de Costas y del Cuaternario–, porque el viento no logra revertir el aumento de la temperatura diurna”. Y se lamenta porque en estos años se hizo “muy poco” a niveles gubernamentales en la lucha contra el Cambio Climático, y ofrece un ejemplo: «Los crecimientos de los municipios de Avellaneda, Lanús, Lomas de Zamora fueron restringiendo los humedales de Matanza-Riachuelo y así se explican las inundaciones de 2019 en Ezeiza. Es muy difícil remediar algo que nunca debió urbanizarse».
Sin espacios para escapar del calor
Al aumento de temperatura y las islas de calor, la Ciudad de Buenos Aires le agrega otro condimento negativo: la falta de espacios verdes, claves para refrigerar el aire, no contaminar y absorber las precipitaciones. En los últimos doce años, apenas dos Comunas crecieron en espacio verde. Ambas de zona norte. “Más allá de su importancia social y recreativa, son fundamentales para el cuidado del ambiente –soslaya Inés Camilloni, investigadora de CIMA–, por eso es crucial que haya una distribución equilibrada y planificada. Hoy en la Ciudad no es homogénea”.
En junio del 2014, el gobierno porteño a cargo de Mauricio Macri anunció 78 nuevas plazas «para cumplir con los estándares de calidad de vida». Pero luego resultaron ser apenas doce, y en su mayoría con más presencia de cemento que de verde, como fue el caso de la única plaza de Boedo. A pesar de los anuncios, la política macrista con los espacios verdes no mejoró en este período. En 2011 había 1135 hectáreas verdes de parques, y en 2015 descendieron a 998. Supo haber 54 parques en 2009, pero hoy son 47.
Actualmente el promedio de superficie verde es de 5,9 m2 por habitante, según datos de la Dirección de Estadísticas y Censos de la Ciudad. Pero ese número, menor a los 6 con el que arrancó la gestión macrista en 2007, incluye canteros, los jardines ubicados en la avenida General Paz y la Reserva Ecológica. Sin ellos, el promedio se reduce a 4 m2, quedando más lejos de la cifra de 15 m2 verde por habitante que sugiere la Organización Mundial de la Salud (OMS). Sólo Lima está peor que CABA entre todas las capitales de América Latina.«