Advertencia a los lectores: si sufren de vértigo, no lean esta crónica. Estoy en la parada Taypi Uta (Estación Central) de la Línea Roja del teleférico paceño. Sin prisa, pero sin pausa, las góndolas (cabinas) suben desde la hoyada hasta la ciudad vecina de El Alto. El pasaje cuesta 3 bolivianos (25 pesos). Unos 50 centavos más que el boleto ofrecido por los insufribles minibuses que ascienden rodando por la autopista hasta La Ceja, el centro neurálgico de la ciudadela que custodia desde los 4000 metros sobre el nivel del mar a la sede de gobierno. La exigua diferencia en el costo se compensa por las ventajas que ofrece el teleférico estatal. Transporte público seguro, rápido y sobre todo ecológico.
El teleférico es considerado uno de los tantos aciertos de la gestión presidencial del depuesto Evo Morales. Lo llaman el arco iris, porque hay diez líneas, una de cada color. Fue construido por la empresa austríaca Doppelmayr, con una inversión de U$S 750 millones, fruto de los ingresos por la exportación de gas. Tiene 31 kilómetros, 36 estaciones y 1398 góndolas, con una velocidad máxima de 6 metros por segundo y una frecuencia de 12. Superó sin transpirar los 200 millones de pasajeros en cinco años de silencioso trabajo. Pero no todo es color de rosa –una tonalidad todavía ausente en la red– ya que en sus comienzos, las cabinas voladoras fueron algo resistidas por los habitantes de las urbes altiplánicas. Miedo a las alturas, las quejas de los conductores de minibuses y las protestas por la tala de árboles para su construcción –algunos ecologistas lo llaman el «talaférico»– casi lo hacen caer antes de surcar los cielos. Luego de las tormentas salió el arco iris y hoy es imposible imaginar a La Paz sin su teleférico.
Los viajes brindan visiones futuristas, dignas de la mejor ciencia ficción andina. En la escalada se aprecia una perfecta maqueta empinada con vida propia. También la intimidad de sus habitantes. El pasajero se convierte en un voyeur que espía desde el reino de los cielos. Se puede ver al señor que cuelga en paños menores la ropa recién lavada en la terraza de su casa hasta un grupo de nenas que dibujan en sus cuadernos. Sin olvidar a la cholita que juega con un perro en un patio. Realismo mágico paceño.
Es jueves y voy a subir a la apunada y combativa ciudad de El Alto, foco de la resistencia contra el gobierno de facto comandado por Jeanine Áñez. Escenario de la Masacre de Senkata, el barrio donde fueron asesinados diez vecinos por las balas de los militares el pasado martes negro 19 de noviembre.
Con la Cordillera Real como telón de fondo, todos los jueves y domingos, la Feria 16 de Julio toma por asalto la urbe. Los comerciantes la transforman en el shopping a cielo abierto más grande del mundo. Según cuentan con orgullo los alteños, uno puede comprarse en la feria desde un tornillo hasta un auto importado del Japón –quizás algo flojo de papeles–. Entre chicharrones de cerdo, tablets, aguayos y ropa norteamericana de segunda mano, pero primeras marcas, las cholas de trenzas largas y sombrero bombín manejan con destreza el arte de la compra-venta: las milenarias tradiciones de los Andes le marcan la cancha a la globalización exacerbada.
Bolivia a toda costa
Las pequeñas góndolas del teleférico –con espacio para seis pasajeros cómodos– no han quedado al margen de las acaloradas discusiones políticas que atraviesan por estos días a la sociedad boliviana. Un viaje de diez minutos puede transformarse en una auténtica batalla dialéctica sobre el futuro del Estado Plurinacional.
Pedro es músico, vive en el barrio de Villa Fátima y tiene una melena larga digna de metalero, pero se dedica al folklore. Abre el debate: «Han vuelto los conservadores. Mi miedo es que Bolivia retroceda en los derechos ganados. Esta semana vimos las verdaderas intenciones que tenían los cívicos para sacar a Evo. No estaban luchando por la democracia ni por el país. Lo hacían por sus bolsillos». Pedro levanta temperatura justo cuando la cabina surca el Cementerio General. Critica duramente al santacruceño Luis Fernando «Macho» Camacho y al potosino Marco Antonio «Puma» Pumari, protagonistas de una pelea mediática digna de talk show. Esta semana, la filtración de un audio en el cual negocian la conformación de su binomio rumbo a las elecciones presidenciales, sobre la base de 250 mil dólares y dos oficinas de la Aduana Nacional, sepultó la alianza cívica que existía entre el oriente y el occidente del país. Antes de bajar en la estación Ajayuni, pegada a la necrópolis, Pedro ensaya una reflexión sobre el Movimiento al Socialismo (MAS). «Cometieron errores, como no dejar surgir una figura nueva. Y eso se dio por tener muchos políticos de la vieja escuela. También hubo corrupción. Sin embargo, fue el mejor gobierno de la historia de Bolivia. Fue realmente un proceso de cambio».
Max es odontólogo y docente de la Universidad Popular de El Alto (UPEA). Toma la posta en el debate. Sin anestesia, cuenta que en las pasadas elecciones del 20 de octubre votó por Carlos Mesa, el candidato opositor. «No tengo dudas, hubo fraude, lo dice la OEA. Los últimos años de Evo han sido fatales. Y lo digo con mucho dolor». Max asegura que el pueblo boliviano vive momentos de gran incertidumbre: «No quiero que perdamos las conquistas sociales, que tanto nos costó lograr. Pero creo que con Evo habíamos tocado un techo». Antes de seguir viaje rumbo a la UPEA –combina con la Línea Azul hasta la estación Yatina Uta–el dentista deja una reflexión postrera: «Las elecciones fueron el punto de explote y todos fueron errores de Evo. El pueblo apoyó a Mesa por el voto anti-Evo. Si no era Mesa, era otro, había crecido demasiado la bronca».
Carla se mantuvo en silencio durante el viaje. Es estudiante de Ciencias de la Educación de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA). Regresa a su casa algo cansada. Cuenta que votó por Evo, y que lo volvería a votar otras mil veces más: «Fue el único presidente que ayudó a los pobres. Cómo no lo voy a seguir apoyando». Mientras bajamos de la estación Jach’a Qhathu, rumbo a la feria de la 16 de Julio, le pregunto cómo imagina el futuro de Bolivia. «Tengo miedo de que se quede la derecha en el poder. Pero no soy adivina. Para eso está el mercado de los amautas y yatiris –sabios andinos–, que leen el futuro en las hojas de coca. Es aquí cerca, en la zona Ballivián. Quizás le den una respuesta», se despide la futura docente.
Antes de zambullirme en la feria, miro los picos de nieve eterna del Illimani, la montaña mágica que custodia estos pagos. Está tan lejos, pero a la vez tan cerca. Como Evo en su exilio forzado de su tierra.