Uno de cada tres californianos quiere dejar de ser estadounidense

Por: Alberto López Girondo

La irrupción de Trump acrecentó el sentimiento secesionista de la población del territorio más poblado y rico de EE UU.

El Calexit, la cruzada para la secesión de California, está a pleno y según una última encuesta de Ipsos, uno de cada tres californianos quiere formar un país independiente de los Estados Unidos. Por lo pronto, a fines de enero el secretario de Estado de ese distrito, Alex Padilla, autorizó a que los militantes de Yes California Independence Campaign, la campaña para la independencia del territorio más poblado y rico de aquel país, den el primer paso burocráticamente necesario para concretar esa aspiración: juntar 585.407 firmas –el 8% de los ciudadanos autorizados a votar– antes del 25 de julio. Una vez cumplido este requisito, en las legislativas de 2018 podría figurar una boleta adicional con la pregunta de si están dispuestos a someter la independencia a un referéndum. Ese plebiscito clave sería en 2019 y en caso afirmativo se cambiaría la Constitución estatal para permitir que, a 158 años de la Guerra Civil, la Carta Magna local deje de prometer que “California es una parte inseparable” de la nación.

El triunfo de Donald Trump aceleró las ansias separatistas de los californianos, pero la idea venía creciendo al tiempo que en otros territorios del mundo fueron emergiendo fuerzas localistas, como ocurrió en Escocia y en Cataluña, sin ir más lejos. Y a semejanza de lo que ocurre con la rica región española, los californianos se saben el distrito que más ingresos produce en el país, al que contribuyen con una ingente cantidad de dinero en impuestos, y del que reciben considerablemente menos a cambio. “Por cada dólar en impuestos que paga, California recibe solo 78 centavos. O sea que pierden 22 centavos por dólar, entre 60 mil y 70 mil millones de dólares al año”, detalló en un reportaje ante Horacio Raña, de la agencia Télam, Donald Sutton, uno de los integrantes de la agrupación Yes California.

David Swanson, fundador de World Beyond War (El mundo más allá de la guerra), es un notorio pacifista que no solo se sumó al SI a la independencia por razones de “nacionalismo” californiano sino porque considera que precisamente quitarle los aportes que hace el estado a la nación la dejaría sin los recursos para sumergirse continuamente en guerras imperialistas. Y en tal sentido señala que California representa valores liberales y progresistas que sus ciudadanos refrendan en cada elección –los demócratas tienen dos tercios en la legislatura local, además de que Hilary Clinton ganó por 2 a 1 a Trump, con una diferencia a favor de más de 4 millones de votos– y que sin embargo no se ven reflejados luego en las grandes decisiones que se toman en Washington. “California es obligada a subsidiar con nuestros impuestos el presupuesto militar y además los californianos son enviados a luchar en guerras que se hacen más para perpetuar el terrorismo que para disminuirlo”, dice a modo de ejemplo.

No es extraño entonces que las primeras medidas de Trump encuentren tanta resistencia en California. Este territorio poblado por 40 millones de personas (como Polonia) con un PBI al nivel del sexto país en el mundo (similar a Francia) tiene como mascarón de proa a Silicon Valley, con la tecnología más avanzada del planeta. Ni qué hablar de la producción agrícolo-ganadera y de sus viñedos. Allí nunca aceptarían limitar el ingreso de inmigrantes, para trabajar pero también porque forman parte de la cultura hispano-norteamericana debido a su herencia mexicana. La síntesis de California tal vez sea Steve Jobs, creador de Apple. Lo más avanzado con el nombre de una fruta bíblica.

Los californianos se sienten los más progresistas del país y por lo tanto rechazan la convivencia con otros distritos ultraconservadores que les corren el arco a la derecha. La incomodidad se hace sentir en la medida en que los republicanos, con los votos electorales de estados más chicos, logran imponer una agenda retrógrada desde hace décadas. No es que haya absoluto consenso con esa tendencia “progre”, ya que de hecho hay áreas con un fuerte remanente conservador, como apunta Emily Tamkin en Foreign Policy. El caso es que nunca esas tendencias “lograron detener la libidinosa, amigable con las drogas, inclinada al estado de bienestar y juggernaut (irrefrenable) cultura dominante en el estado”, acota Tamkin.

Nadie cree que la lucha por la independencia de California esté a la vuelta de la esquina y menos que se pueda hacer tan pacíficamente como, por ejemplo, los británicos se están yendo de la Unión Europea, el Brexit del que tomaron en nombre. Y tampoco que la Unión se vaya a quedar de brazos cruzados respetando un resultado adverso del posible plebiscito. Más aun cuando uno de los primeros impulsores de la movida, mucho antes de que Trump siquiera lanzara la loca idea de sentarse en el Salón Oval, Louis Marinelli debe explicar cuál es su relación con Rusia. El hombre, pronto a cumplir 31 años, es uno de los fundadores de Yes California y del Partido Nacional de California, una agrupación política copiada del partido independentista escocés, se fue a vivir a Samara en 2007 y dos años más tarde a San Petersburgo.

Según explicó, “fue una casualidad” que le ofrecieran dar clases de inglés en Rusia y no se la quería perder. Pero en un contexto en que el propio presidente Trump aparece envuelto en denuncias sobre la relación de algunos de los funcionarios que eligió con el gobierno de Vladimir Putin, su respuesta sonó un tanto oscura. «

La influencia rusa en el gabinete de Trump

La relación de Donald Trump con Rusia y su intento de acercamiento al gobierno de Vladimir Putin fue caballito de batalla de las últimas semanas de gobierno de Barack Obama. Las presuntas filtraciones de documentos que indicaban la incidencia de los servicios de espionaje rusos en la campaña electoral que llevó al empresario a la Casa Blanca fue el nudo de los ataques de los demócratas tanto como de los republicanos que no querían al candidato que resultó ganador precisamente porque veían que abriría una brecha importante en la política exterior que se venía desarrollando desde hace décadas desde el Departamento de Estado.

No es de extrañar que la primera baja en esta guerra desatada entre la burocracia mediático-partidaria-estatal en su gabinete fuera Michael Flynn, un teniente general con una importante carrera en Irak y Afganistán. Trump lo había designado como Asesor en Seguridad Nacional. Pero unas oportunas filtraciones a la prensa revelaron que Flynn se había entrevistado con el embajador ruso en Washington. El caso se convirtió en escándalo mediático porque todo lo que sonara a ruso, a poco de que Obama dejara el gobierno, suena a malvado, y porque Flynn no había informado al vicepresidente Mike Pence. Se sabe que mentir no es bien visto para la opinión pública estadounidense. El militar declaró que no habían hablado de levantar las sanciones económicas contra el gobierno de Putin, como malició la prensa. «Hablamos de la expulsión de los 35 funcionarios rusos acusados de espías», explicó.

Trump quiere cambiar la relación con Rusia y para ello designó como secretario de Estado a alguien que lo conoce, como el CEO petrolero Rex Tillerson. Pero choca con una estrategia del Pentágono y los organismos de vigilancia que va en sentido contrario. Las filtraciones del caso Flynn y especialmente la vigilancia sobre su persona son una prueba de ello.

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