La más clara manifestación política de la condena al expresidente Ignacio Lula Da Silva se expresa en la suba de la bolsa de valores en Brasil. Es claro que el poder económico quiere avanzar con sus ganancias, arrasando con los derechos laborales, y en lo político desplazando una alternativa popular que puede reorientar la voraz exclusión que impulsa el gobierno neoconservador.
El contenido político del fallo aumenta cuando se advierte que la condena, que no tiene una sola prueba que involucre al exmandatario con los casos de corrupción «pasiva» y lavado de dinero, es emitida por un juez parroquial que aspira a ser candidato presidencial y pretende seducir a este poder económico buscando su bendición.
Es más, la decidía política se profundiza cuando el mismo Joesley Batista, que delató al actual presidente Michel Temer de recibir coimas e impulsar sobornos para el silencio de Eduardo Cunha, niega que existan cuentan bancarias vinculadas a Dilma Rousseff y Lula.
Está muy claro que ante una eventual caída del actual gobierno, el poder real de Brasil no quiere experimentar un regreso neopopular y muestras su accionar inescrupuloso para bloquear el regreso de Lula a la primera Magistratura.
Falta mucho: si el proceso en la Cámara que deberá juzgar en segunda instancia, con la segura apelación de los abogados de Lula, mantiene los decoros, tardaría al menos un año en resolverse. O sea, entrada la campaña electoral. De suceder, la proscripción sería manifiesta y la democracia brasileña estaría herida de muerte.