El 60% de la población quiere elecciones ya, según las últimas encuestas. Se profundiza la caída institucional en el gigante sudamericano.
Ni el más imaginativo de los guionistas de la serie «House of Cards» se animaría a superar la trama que Brasil vivió en 2016, año en el cual tocó fondo el sistema político y económico que emergió de la Constitución de 1988, en una sucesión de crisis como matrioshkas descontroladas que arrastró a la presidenta Dilma Rousseff para instalar el gobierno de Michel Temer, sin legitimidad electoral ni, tampoco, señales de despegue.
La situación brasileña, cuyo impacto ha contaminado a las economías vecinas, tuvo como uno de los actores estelares el juez de primera instancia Sérgio Moro, a cargo de la investigación del escándalo por el desvío multimillonario de fondos en Petrobras y convertido en héroe de la centroderecha por haber encarcelado a dirigentes del Partido de los Trabajadores (PT) por corrupción.
Moro provocó el hecho que «incendió el país» el 16 de marzo, al divulgar ilegalmente, una semana después de allanar la casa del ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva, un audio de una conversación con Rousseff el día en el que tenía que asumir como jefe de gabinete para salvar al gobierno.
El Supremo Tribunal Federal (STF, corte suprema) nunca autorizó a Lula asumir formalmente y el gobierno de Rousseff se derritió, ya que el entonces vicepresidente, Michel Temer había pasado a la oposicíon con el resto del Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) que había sido histórico aliado del PT.
La crisis política y económica que se arrastraba desde 2015 tuvo su pico en el 11,2% de desocupación, lo que llevó al país a condiciones anteriores a 2003, al tiempo que la operación Lava Jato y la oposición se unían en las calles: la olla a presión, con cacerolas en los barrios de clase alta y media de San Pablo, Río de Janeiro, Belo Horizonte y Porto Alegre, estalló.
Eduardo Cunha, mano derecha de Temer en el Congreso, comenzó el año como el jefe de Diputados y uno de los hombres más poderosos del país porque permitió que la cámara baja diera curso al juicio politico a la presidenta, en una sesión escandalosa con diputados votando a favor de sus hijos, de Dios y muy poco del delito de responsabilidad fiscal en el presupuesto que se le endilgó a Rousseff. «
Golpe», decía el PT, diezmado pública, política y mediáticamente, con la operación Lava Jato detrás, condenado a ex tesoreros del PT por pedirle sobornos a empresas constructoras, algo que también hizo el PMDB y otros partidos anteriormente aliados al tándem Lula-Dilma.
En mayo, el Senado acogió el proceso de impeachment del Senado y suspendió del cargo a Rousseff: el país tuvo dos presidentes, una suspendida, en el Palacio de la Alvorada, la residencia oficial, y el interino, Temer, quien convocó a la antigua oposición e impuso una agenda neoliberal.
Pero el optimismo inicial con las medidas de ajuste para sanear las cuentas del Estado atravesaron el año sin pena ni gloria: Rousseff fue destituida por el Congreso, algo que no se veía desde Fernando Collor de Mello en 1992, y se abría una crisis más.
Los poderes entraron en colapso al paso de la lucha política y de los intereses de los grupos económicos en un país donde se enfrentan por el presupuesto los industriales paulistas con los exportadores de soja de Mato Grosso y Goias, además de los sindicatos.
Todos los observadores coinciden: cada poder del estado, en 2016, vivió un poco en la excepcionalidad, un término que dominó el discurso durante el año, ya que los fiscales de la operación Lava jato que denunciaron a Lula como jefe máximo de la corrupcion hicieron de legisladores, queriendo imponer nuevas normas anticorrupcion.
El STF quitó a los dos jefes del Poder Legislativo, Cunha en Diputados y Renán Calheiros en el Senado, pero el segundo se rebeló y el primero está detenido a la orden de Moro junto con un grupo de dirigentes del PMDB. Moro actúa, en la práctica, como uno de los vértices del poder real de Brasil, aclamado en manifestaciones cada vez más minoritarias y restringidas a una centroderecha moralista, que incluso reivindica una intervención militar.
En este juego de muñecas rusas pero sin un orden establecido, Temer fue denunciado por pedir sobornos por tres millones de dólares para el PMDB al hombre que con Moro dominó la escena del país, Marcelo Odebrecht, heredero del imperio de la construcción más grande de Latinoamérica condenado a 21 años.
Junto a 77 ejecutivos, Odebrecht empezó a delatar a los políticos a los que sobornaron o le financiaron ilegalmente campañas. El primero es delito penal pero el segundo no.
Por eso la clase política termina 2016 temblando, buscando salidas como un plan B para Temer que incluyen llamar al ex presidente Fernando Henrique Cardoso -idea de la base oficialista- para que concluya el mandato hasta 2018.
Mientras tanto, con la venia del STF, el 12 de este mes el Senado le dio a Temer el mayor instrumento de austeridad de la historia de Brasil e inédito a nivel mundial, al aprobar un proyecto de enmienda constitucional que postula congelar por 20 años el gasto público.
Las últimas encuestas, con más de 60% de la población pidiendo elecciones y 75% repudiando a Temer, dejaron claro que la salida de Rousseff no logró resolver los problemas, sino que estos mutaron, se profundizaron y llegaron a la mesa de los habitantes de la economía más grande de América latina.
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