El poema de Vìctor Jara, parafraseado, le presta el título a este ejercicio de la memoria del golpe contra el gobierno socialista, un laboratorio de derecha inserto en el Plan Cóndor, que se replicó en la región. Un suple para recordar, reflexionar y coleccionar. Escriben y opinan Eric Calcagno, Carlos Ulanovsky, Alberto López Girondo, Alí Mustafá, Néstor Restivo, Gerardo Szalkowicz y Ariel Elger. También, desde Santiago, José Salvador Cárcamo, Matías Celedón y Mauricio Osorio y Alicia Lira.
Todos los años, cuando llega el 11 de Septiembre, no parece ser ni el Día del Maestro, fecha muy honorablepor cierto, ni el nefasto ataque a las Torres Gemelas, que inició otra Guerra de 30 Años, aún en curso. El 11 de Septiembre en mi calendario personal me lleva a 1973, y es el golpe de Estado contra el Presidente Allende.
Mi familia vivía en Santiago de Chile, donde mi padre era funcionario internacional de la Comisión Económica para América Latina desde 1964. Era la CEPAL de la gran época, marcada por la impronta de Raúl Prebisch, donde abundaban inteligencias y talentos de todo el continente. El Secretario Ejecutivo era el uruguayo Enrique Iglesias, luego presidente del BID.
Estaban los chilenos Pedro Vuscovich, Jacques Chonchol, Carlos Matus, Gonzalo Martner (introdujo el presupuesto por programas), José Ibarra, y sobre todo Aníbal Pinto, teórico de la heterogeneidad estructural, además de relator deportivo y cantor de tangos y fox. Los argentinos Manuel Balboa (elaboró las primeras cuentas nacionales en el primer gobierno de Perón) y Norberto Gonzalez (luego secretario de CEPAL). En FLACSO Chile estaban Arturo O’Connell y Roberto Frenkel. Como siempre, brillaba el scratch: Celso Furtado, Fernando Henrique Cardoso, José Serra, María Conceicao Tavares, Luiz Alberto de Souza, Francisco Whitaker Ferreira. También Regino Boti, primer ministro de economía de la Cuba de la Revolución y el venezolano José Antonio Mayobre.
Tenía seis años y medio. En el extranjero, el natural instinto gregario argentino hacía que las familias Alvarez, Hopenhayn, Cibotti y Calcagno tuvieran reuniones periódicas. Los padres de amigas y amigos pasaban a ser tíos. Ahora nos vemos muy poco, pero esa familia grande sigue allí. El tío Osvaldo, la tía Nelly, el tío Benjamín, la tía Eva. Los primeros recuerdos, cumpleaños y cenas en mi casa: me permitían dormirme en un sillón, mientras escuchaba la charla de sobremesa. Fue la mejor introducción pediátrica a la política. Tenía un perro: Mateo II.
Salvador Allende Gossens era el presidente desde 1970. Sacó un punto y medio más de votos que Jorge Alessandri Rodríguez, conservador, y 8 más que Tomic (Democracia Cristiana). Como nadie sacó la mayoría, fue el Congreso pleno que eligió a Allende (153 votos a 35). La Unidad Popular empezó «la vía pacífica al socialismo». También, la desestabilización.
El Comandante en Jefe del Ejército, general René Schneider, que declaró con firmeza que el respeto a la Constitución, las instituciones democráticas y a las elecciones, caracterizaba a las FFAA chilenas, fue asesinado por un comando de extrema derecha. Le sucedió el general Carlos Prats, que compartía la Doctrina Schneider y siempre fue leal al presidente electo. Como uno de los problemas clásicos que tienen los gobiernos populares en América Latina es que muchas veces carecen de cuadros de conducción consistentes, Allende encontró en la CEPAL un fecundo semillero de ministros. Vuskovich (Economía), Ibarra (vice), Chonchol (Agricultura), Martner (Planificación).
Fue una época de ir a las manifestaciones, a las marchas, siempre en familia. No recuerdo haber tenido miedo de la multitud. Mi padre o mi hermano me subían a sus hombros. Así lo vi por primera vez a Fidel, de lejos.
No por ello descuidaba mis deberes. Nada más serio que un niño que juega. El juego, siempre, es un asunto serio. La tv pasaba una hora de dibujos animados al día, que miraba religiosamente. El Coyote, mi favorito, jamás atrapaba al Correcaminos. Sin saberlo, ahí está la necesidad de perseverar, aún a costa de caerse de un acantilado, con una nubecita al final. O El Zorro: reclamé el disfraz correspondiente con un sable de plástico. Si no, que lo diga Joan Garcés, entonces consejero y amigo de Allende, que venía a almorzar todos los viernes y una vez se topó con ese Don Diego de la Vega de seis años que logró atarlo a un árbol. De esos días de la infancia en Chile recuerdo la cordillera, cuyas cimas recortaban perfectas sobre un cielo azul infinito. Más allá,Mendoza, la Argentina, y allí mismo la ciudad de La Plata. Imposible de olvidar, por cierto, la playa chilena. Eso es agua fría. Sin embargo podía más el entusiasmo de las olas que la temperatura bajísima que la corriente de Humboldt. Luego de bañarse en el Pacífico, Mar del Plata es el Caribe. Ah, también había temblores y algún que otro terremoto. La naturaleza desatada, los muebles que se mueven, las lámparas que balancean, el piso que se escapa. Curiosidad antes que pavor.
El verdadero terremoto estaba por venir. La famosa «teoría de los dominós» que proclamó el presidente norteamericano Eisenhower: ningún país debía adoptar otra política que la determinada por EE UU, o caería como piezas de dominó. Así fue el golpe de estado en la Guatemala de Arévalo y Arbenz (1954) y tantas otros.
Los ejecutores no carecían de maestría: el presidente de EE UU era Nixon y nada menos que Henry Kissinger, su ministro de relaciones exteriores. Según sus palabras había que «hacer chillar a la economía chilena». Fondeados por la célebre CIA, por las mineras norteamericanas (afectadas por la nacionalización del cobre, de Allende), apoyadas por la ITT (International Telephone and Telegraph), amplificados por El Mercurio, apoyados en los pudientes de la sociedad y con potentes lock-outs patronales, el gobierno de la UP estaba en una situación crítica.
El 29 de junio de 1973 hubo un alzamiento militar que fue sofocado. La crisis levantaba el telón. Ese día me vinieron a buscar temprano a la escuela. Nos habían puesto a todos los alumnos en un lugar vidriado, donde los padres entraban a buscar a los hijos.
El Chicho Allende me caía bien. Cara de médico bueno, anteojos espesos de época. Habíamos pasado frente a su casa, común y corriente, en la calle Tomás Moro; escuchaba que defendía a los pobres y al país. Una noche, mis padres concurrían a una recepción donde estaría él; hice dos dibujos: mi casa, con las banderas de Chile y Argentina en el techo, y al propio Allende, en su auto, con una bandera «Vivan Chile y Argentina». El Chicho sonrió, se quedó con los dibujos, y lo más importante, les dijo a mis padres que me invitaba a almorzar a La Moneda.
Esos días grises
Del 11 de septiembre de 1973 nada vale relatar que no se haya dicho. Sostienen mis padres que yo estaba agarrado a un reloj de los antiguos, redondo con grandes agujas, gritando que a las 11 bombardeaban La Moneda. Por primera (y, hélas, no única vez) veía tanques en las calles. Escuchaba tiros, por primera, y hélas, no única vez. Prats debió renunciar unas semanas antes. Consumada la traición, comenzaba la represión. El ejército chileno carecía de experiencia en golpes de Estado. Pese a la asesoría extranjera, aún quedaban resquicios donde, en los primeros momentos, es posible actuar: cuidado de fronteras, aislamiento de embajadas. Tuvieron la precaución de tomar el Estadio Nacional como epicentro de la represión. Más tarde, San Lorenzo de Almagro debía jugar en Santiago, y los jugadores no quisieron ir. Mi madre recibió un llamado a la mañana temprano: una argentina desesperada, cuyo marido sería fusilado al mediodía en el Estadio. Llamó a mi padre, que llamó a Buenos Aires: Gelbard advirtió al gobierno chileno la ruptura de relaciones si pasaban por las armas a ese hombre. Lo soltaron. Nunca supe el apellido.
Como en una novela de Graham Greene, quienes menos podían quedar involucrados, de repente se metieron. El arriesgado margen que va de la reflexión teórica a la acción. Con la expertise que les daba conocer la técnica de los golpes en sus países, tres funcionarios de la CEPAL de fino pasaporte azul de ONU llamado Laissez- Passer) se dedicaron a meter gente en embajadas. Uno de ellos es mi padre.
Vivíamos en la calle Las Ñipas. De un día para otro, esa casa recibió a muchas personas. Cada vez que alguien entraba o salía, me ponían de espaldas a la puerta, para que no pudiese reconocerlas en caso de mal mayor. El gobierno ilegal decretó que todas las casas debían ondear la bandera chilena, en signo de aprobación al golpe. Contra toda lógica no pusimos la bandera, cuando todo el coqueto barrio se embanderó. Agradezco, por tanto, a los vecinos –muy pinochetistas- que no nos denunciaron.
Solía salir al lavadero, que estaba al aire libre. Y sentado sobre el lavarropas cantaba canciones de la UP mientras veía aviones militares en el cielo. Con rapidez, y sapiencia, mis padres pusieron fin a los covers de Quilapayún. Mira la batea… A veces volvía en llanto de la escuela: en los días posteriores del golpe mis compañeritos del Liceo de la Alianza Francesa «Antoine de Saint-Exupery» jugaban a bombardear La Moneda durante los recreos. Adiós al zorro.
El brasileño arreglaba las entregas: llamaba a la embajada elegida, convenía horario, condiciones de asilo. Los argentinos manejaban los autos, llevaban a las personas. Una vez, eligieron una embajada en un callejón, donde la policía de Pinochet debía caminar hasta la esquina para hacer el relevo: era el momento de salvar a alguien. Una vez, llamó el brasileño para preguntar «si podían llevarle los cuadros al Señor Embajador» El mayordomo chileno contestó: «Si, pero apúrense que los pacos (carabineros) están llegando a la esquina».
Pedro Vuskovich era uno de los más buscados. Mi padre fue a rescatar a un descampado, en las afueras de Santiago, cerca de Pudahuel. En la avenida Apoquindo, en esa época, no había nada. El auto con patente diplomática, el ministro y sus dos guardaespaldas encuentran un convoy militar que viene en la mano contraria. ¿Dar la vuelta? El mejor modo de denunciarse. Así que, seguir como si tal cosa. Siguieron y doblaron por Vespucio. Al llegar a la Embajada de México, estaban los carabineros en la puerta. Afuera, el agregado militar y su asistente, armados. Sale mi padre. El oficial mexicano dice: «Quedamos que era uno». «Bueno, son tres», replica mi padre, como disculpándose y poniendo, sin duda, cara de argentino. Mexicano y asistente cargan el arma. Entran los tres. ¡Que viva México!
Correr
Carlos era «el Angelito» para mí. Argentino de Banfield, había integrado las «formaciones especiales» a fines de los ’60. Pasó en 1972 a Chile, con su novia, haciéndose pasar por jipis desorientados y bobos: detrás del aduanero estaba su foto, de los más buscados por la dictadura de Lanusse. Carlos me decía «¡políglota!» como si fuera un insulto saber muchas lenguas, y yo me enojaba. Me decía que un angelito me iba a joder de noche: nunca lo creí, pero los niños deben seguirle la corriente a los adultos de vez en cuando, es la base de nuestro poder.
Después del golpe, al asunto era correr. «El Angelito» Logró refugiarse en la Embajada de Bélgica: el embajador, demócrata cristiano, no quería recibir refugiados. El segundo, socialista, sí: él y el mayordomo de la embajada –chileno- tomaron el control y abrieron grande el portón. ¡Vive la Belgique, Monsieur!
En lo que respecta a la Argentina, diré sólo lo que sé, por tradición oral. En esos tristes días, una chilena forcejeó con los carabineros a la entrada de la Embajada, logró entrar y correr hacia adentro. Uno de los pacos entró atrás de ella. Un funcionario sacó un fierro y se le plantó al policía. «Estás en Argentina, un paso más y te quemo. Era la Argentina de Perón.
«Cucho». Así lo llamaremos. Logró rescatar del siniestro naufragio a Miria Contreras Bell («la Payita»), secretaria privada de Allende. Llegó a nuestra casa de Las Ñipas. Mi familia me dice que era muy digna; el estilo es clave en las catástrofes y esa dama lo tenía. El brasileño y mi padre la llevaron a la embajada de Suecia, que no estaba vigilada. El Embajador, al conocer la identidad de la Compañera, le otorgó inmediatamente asilo político. El brasileño y mi padre subieron al auto y se fueron. SkålSverige!
A esa altura, no era posible seguir. El mismo auto, las mismas personas (¡irreductibles funcionarios onusianos!) los mismos procedimientos, los mejores resultados, no daban para más. Enrique Iglesias trasladó a mi padre a Buenos Aires, donde la CEPAL abrió oficinas para trabajar con el gobierno argentino en «el Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional», con José Ber Gelbard y Orlando D’Adamo, bajo la conducción de Perón. «Este es un plan de liberación» comenzaba nuestro Plan Trienal…
Diré para terminar, que mi perro Mateo II murió, dado que los tiros y bombas no son buenos para los perros (hasta en eso son sabios), y Mateo salió corriendo de casa, sólo para encontrar una ráfaga de ametralladora de algún soldado nervioso, inexperto y golpista. No soporto la pirotecnia. El general Prats –una persona que honra la historia militar- escapó a Argentina, donde fue invitado por su colega, el general Perón. Fue asesinado por un agente de la CIA en 1974.
Me queda una invitación para almorzar en La Moneda. Lo prometido es deuda, Compañero Chicho, Presidente de mi infancia en Chile. «
Su muerte fue una secreta
victoria. Nadie se asombre
de que me dé envidia y pena
el destino de aquel hombre.
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