Erdogan acusó a las tropas rusas y sirias de atacar a civiles. Como respuesta, en Damasco, el Parlamento reconoció y condenó el genocidio armenio. Intrincado tablero regional.
La escalada, más que a un capricho de Erdogan o Al Assad, obedece al cambiante escenario en el Medio Oriente, donde Turquía quiere jugar un rol determinante pero aparece tensionada entre su pertenencia a la OTAN y su posición estratégica al sur de Rusia, un territorio que Donald Trump asegura que quiere abandonar pero donde su gobierno no hace sino empiojar las relaciones entre los vecinos para seguir manteniendo su influencia sin hacer el gasto en el campo de batalla.
Turquía viene intentando cubrir los vacíos de poder que iba dejando Washington. El argumento inicial es que no aceptaba la estrategia estadounidense de fomentar el poder de los kurdos, que sueñan desde la desaparición del Imperio Otomano, durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), y que se venía poniendo en marcha desde la administración Barack Obama.
Fue así que desde 2017 lanzó operaciones en la región siria de Idlib, por ese entonces ocupada por tropas de Estado Islámico, con apoyo encubierto de Washington.
El argumento para este accionar era la lucha contra los yihadistas, que ocuparon muy rápidamente extensas regiones de Irak, Siria y amenazaban las fronteras turcas. Pero en el fondo los turcos temían que los kurdos, que también combatían a los terroristas, fueran haciéndose fuertes y crearan un territorio liberado que sirviera de plataforma para que los kurdos turcos se sumaran también a la creación de un Kurdistán libre. EE UU no ocultaba que esa era una propuesta que le cae muy bien a sus intereses.
A medida que Damasco, con ayuda de tropas y pertrechos rusos, fue recuperando terreno, también se propuso que Idlib volviera a control sirio. Mientras tanto, Erdogan se lanzó a jugar también en el tablero libio, apoyando a las autoridades del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), con sede en Trípoli, las únicas reconocidas por la ONU y la OTAN. Allí el escenario es de una guerra civil tras el derrocamiento de Muammar Khadafi, en 2011, y el que mantiene la ofensiva militar en contra de ese esquema de poder es el general Jalifa Haftar.
En enero pasado, los líderes de Turquía, Rusia, EE UU, Alemania, Italia y Francia acordaron en una cumbre en Berlín un compromiso para pacificar al país norafricano. El que, hasta hace nueve años, vivía pacíficamente, hasta que la OTAN aceleró una invasión para sacar del poder a Khadafi. El gobierno de Obama jugaba detrás de escena.
En esas semanas, Erdogan fue particularmente activo en Libia, al igual que Vladimir Putin, que llamó a Moscú a los actores centrales de ese conflicto: Haftar, como jefe del Ejército Nacional Linio, y Fayed al Sarraj, como titular del GAN. No hubo arreglo, como tampoco lo hubo en Berlín, de modo que la situación sigue al rojo vivo y Haftar –hombre que vivió casi dos décadas en Virginia, EE UU, muy cerca de la sede de la CIA– se muestra reacio a cualquier trato.
Como sea, Putin y Erdogan, hasta no hace mucho disfrutando de un idilio, se fueron distanciando por la negativa al retiro turco de Idlib, donde el avance del Ejército Sirio incrementó la tensión. Al Assad teme –con bastante realismo– que el plan de Erdogan sea anexionar ese territorio definitivamente.
Esta semana, el presidente turco acusó a Moscú y a Damasco de auspiciar una masacre de civiles, algo que tanto Putin como Al Assad negaron rotundamente. Ankara dio un ultimátum para que las tropas sirias cesen su avance, algo difícil ya que es un territorio propio del que habían perdido control a manos de los yihadistas.
Erdogan y Putin mantuvieron una conversación telefónica en la que el ruso le pidió que baje algunos decibeles. Parece no haberlo logrado. La respuesta de reconocer y condenar el genocidio armenio tomó a Erdogan por sorpresa.
La ONU asegura que en dos meses hay 800 mil desplazados
La ofensiva de las tropas del gobierno de Bachar al Assad –apoyadas por el ejército ruso– contra el último bastión dominado por los yihadistas y los rebeldes en el noroeste sirio ha provocado la huida de más de 800 mil personas desde diciembre, aseguró un comunicado de Naciones Unidas.
«De las más de 800 mil personas que han sido desplazadas en el noroeste de Siria desde el 1 de diciembre de 2019 al 12 de febrero de 2020, cerca del 60% son menores», declaró la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA).
«Las personas que viven en el noroeste están atravesando una de las peores crisis desde el inicio de la guerra en Siria» en 2011, afirmó.
La provincia de Idlib (en el noroeste), así como áreas de cercanas de Alepo, Hama y Latakia, constituyen el último reducto dominado en parte por los yihadistas y los grupos insurgentes en ese país.
Sólo entre el 9 y el 12 de febrero, cerca de 142 mil personas fueron desplazadas por los combates, según la OCHA. Unas 82 mil duermen al aire libre, en medio de una ola de frío que deja nevadas y temperaturas por debajo de los 0° C, lo que hace temer una nueva catástrofe humanitaria.
La región de Idlib cuenta habitualmente con tres millones de habitantes, de los cuales la mayoría son desplazados de otras zonas de Siria reconquistadas por Damasco. Varias ONG han pedido un alto el fuego inmediato entre los beligerantes para poder proporcionar ayuda humanitaria urgente a los desplazados. Numerosos hospitales, clínicas y otros establecimientos médicos tuvieron que suspender sus actividades por la violencia.
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