Violencia de género en una fiesta partidaria, amenazas de muerte, deslealtades y hasta el quiebre de su bloque de diputados. El interior (el campo) que tanto lo apoyó parece empezar a soltarle la mano.
Lo más desagradable para el currículum presidencial es que buena parte de los episodios que comprometen el futuro del hombre, se desarrollan por carriles ajenos a la política pero que terminan conjugándose en ella. El 27 de marzo Lacalle sorteó apenas un referéndum en el que estaba en juego prácticamente todo su plan de acción, hasta el fin del mandato. El 2 de abril la Comisión de Jóvenes del Partido Nacional decidió celebrarlo con una gran fiesta en la chacra del senador Sergio Delpino, en las afueras de Montevideo, un coqueto local acondicionado para casamientos distinguidos y fiestas empresariales. Los detalles son escabrosos y desagradables. Basta saber que una adolescente de 16 años fue emborrachada y drogada, para luego ser violada por varios, muchos, de los adultos asistentes.
De la fiestita participaron algo más de 500 personas, entre ellas senadores y diputados, y hasta el presidente del Partido, el respetable abogado Pablo Iturralde, el mismo que dos días después, el 4 de abril, expulsó en un trámite exprés del que debió corregirse, al edil de Canelones que con su voto habilitó un fideicomiso con el que el intendente ejecutará un plan de obras que alcanzará a todas las localidades del departamento. Esta vez no fue el Frente Amplio el que puso palos en la rueda –la muletilla preferida del gobierno cada vez que pretende explicar lo inexplicable–, sino los médicos del hospital público en el que la chica debió ser atendida. Por razones éticas y por juramento firmaron la denuncia.
A partir de allí, todo se desbarrancó. Iturralde quedó cuestionado y nada pudo hacer para evitar que, por primera vez desde la reaperturas del Congreso, en 1985, el bloque de diputados se partiera en dos, en medio de un intercambio de insultos que harían difícil una reconciliación. “Caradura”, “sinvergüenza”, “atrevido”, “deslenguado”, fueron algunos de los adjetivos repetidos. Las diferencias se habían manifestado cuando se supo que el grupo “lacallista” de la bancada de diputados había designado a un coordinador del palo, cuando por rotación este año le correspondería al sector de los 8 que terminaron yéndose. Allí las acusaciones golpearon directamente a Lacalle al que, como nunca antes, muchos de sus correligionarios definen ahora como “soberbio” y “desleal”.
Aunque la crisis abierta implica a 8 de los 31 diputados blancos, el diario oficialista El País aseguró que los aires de desacato soplan en 10 de los 18 departamentos del interior. Y es aquí donde las discrepancias pueden tener derivaciones extremas, porque es fuera de Montevideo donde Lacalle hizo la diferencia en su elección y en el referéndum del 27 de marzo. Entre esos 10, el diario no incluyó a tres caudillos de peso superlativo: los intendentes Carmelo Vidalín y Omar Lafluf y el ex Eber da Rosa. Sin embargo fueron ellos lo que se manifestaron con mayor dureza cuando, al asumir la defensa expresa del edil echado por Iturralde, cargaron contra la dirigencia nacional.
Los tres dijeron que ellos hicieron lo mismo que el edil de Canelones y lo volverían a hacer, y pusieron el acento al decir que a nivel de Ejecutivo Nacional también se negocian votos con representantes de la oposición. “La política se hace dialogando y no anteponiendo la soberbia de quienes actúan y reaccionan con pleno desconocimiento de las realidades del interior”, dijo Vidalín. “Y si no –agregó– que venga el propio presidente a decirme que él nunca dialogó ni negoció, para conseguir un voto necesario”. Mientras estuvieron en el llano, esas diferencias ya no asomaban entre los blancos. Ahora renacieron y como en los albores partidarios, los caudillos del interior (Vidalín, Da Rosa, Lafluf) reflotan las diferencias “entre la gente del campo y los doctores de la capital”.
Lo grave, para Lacalle, no son las críticas y los insultos, una forma de “limar” diferencias que se remonta a los pluscuamperfectos años de sus orígenes, en 1836, siguieron con las guerras de trabuco y facón de finales del siglo XIX y renacieron con las disputas entre “éticos” y “corruptos” de 1999, en el post gobierno de Luis Alberto Lacalle de Herrera, el padre del actual presidente, que estuvo alineado entre los segundos hasta su retiro de la política. Lo grave, para los blancos, sería que el último heredero de los Lacalle insistiera en reeditar la controversia entre la gente del campo y los cajetillas de la capital.
La LUC y un tema central que no resuelve
Una tras otra, todos los días, las “verdades” proclamadas por el presidente uruguayo Luis Lacalle Pou, y generosamente amplificadas por la prensa adicta –casi toda–, se han ido derrumbando después del triunfo pírrico por 29 mil votos del referéndum del 27 de marzo. Ese día estuvo en juego la vida de 135 artículos de una kilométrica Ley de Urgente Consideración (LUC). El gobierno, que en 2020 se negó a dialogar sobre la norma ante la impertinente mirada de la sociedad, aceptó en marzo monologar con acento en un punto: la seguridad, donde dice que reúne los mejores valores. Formateado en el British Schools y diplomado en la Universidad Católica, Lacalle volvió a olvidarse del octavo mandamiento, aquel que dice que “no darás falso testimonio ni mentirás”. Pero la realidad lo jodió.
Lacalle asumió en marzo de 2020, tras quince años de gobiernos del Frente Amplio (FA). Un suspiro después del referéndum, el estatal Instituto Nacional de Rehabilitación dijo que en 2021 (primer año entero de Lacalle), un período de movilidad reducida, los crímenes aumentaron un 40%, al tiempo que Uruguay se situó entre los países con mayor índice de presos cada 100 mil habitantes, en el puesto 14 según estadísticas del semanario derechista Búsqueda reproducidas por el diario oficialista El País. Con tales datos, Uruguay es un país inseguro, cuando hasta ahora el gobierno no había admitido su fracaso en este ítem. Aunque entre quienes entran y salen, las cárceles “ganaron” 2500 huéspedes, El País admitió que en el año “hubo 9671 personas (26,5 por día) que perdieron la libertad, una cada 54 minutos”.
Fruto quizás del despertar de una portentosa imaginación, el ministro del Interior, Luis Alberto Heber, explicó el auge de los asesinatos de forma sencilla. Como si Uruguay fuera un aguantadero del narcotráfico mundial, dijo que esa realidad se nutrió de dos vertientes: 1) “el enfrentamiento por dominio territorial de los carteles vinculados con las drogas”; 2) “la penetración de bandas criminales brasileñas por la frontera norte”. Después, volvió a acodarse en el mostrador y pidió otra ginebrita. Sobre el aumento del número de presos –con la vigencia de la LUC se saltó de 10.011 en el momento de la asunción de Lacalle a los 13.956 actuales– no opinó. Tampoco cuando se le señaló que de cada 100 nuevos presos, 45 jamás habían estado en una cárcel, ni de visita, y eran jóvenes de entre 18 y 29 años.
El gobierno tampoco opina sobre los asesinatos y abusos policiales. Asesinatos porque la LUC dejó a criterio de los agentes la consideración de casos de presunta defensa propia. Y abusos porque se empoderó irresponsablemente a los policías, al extremo de que una joven fue violada por dos agentes, a la luz del día, en Montevideo, en un móvil policial, y ahí andan (los agentes) como si nada. Tampoco se habla del auge de los crímenes en prisión y de muertes en las cárceles, agregadas al rubro “enfermedad/causa natural” (una cada cuatro días). Se ignora, incluso, cuántos presos fueron vacunados contra el Covid. El diputado y vocero judicial oficialista Gustavo Zubía blanqueó las ideas cuasi bárbaras del gobierno: “¡Qué rehabilitación, el Estado no tiene por qué gastar ni un mango en recauchutar delincuentes!”.
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