El metro de la línea E avanza a los tirones por el túnel que cruza el siempre caudaloso East River. Destino final, el suburbio del suburbio de Queens, el más grande de los cinco boroughs que engordan a la ciudad de Nueva York. Para muchos, junto al Bronx, su patio trasero.
El vagón muestra un vacío ejemplar en el mediodía helado del martes. “Fueron demasiados los que perdieron el trabajo por la pandemia. Es que, en el fondo no volvió la normalidad, por eso ve tan pocos pasajeros”, explica Miguel, un jubilado que me acompaña en la travesía subterránea. Miguel cuenta que ya pasó los 70 pirulos. Tiene varias arrugas tatuadas en la frente, techadas por un gorrito azulado de los Mets, el equipo de beisbol de su barrio. Vive hace 60 años en la Gran Manzana. Llegó desde su natal San Juan, la capital de Puerto Rico. Se rompió el lomo durante décadas en una fábrica de autopartes. “Ya estoy retirado y no sueño en grande. Pero tengo un ángel que me protege –reza antes de bajar -. Mi mamá me dijo que cuando nací, sonaron las campanas de la iglesia en San Juan. Que Dios lo bendiga.” Al despedirse, Miguel se persigna en el desierto andén.
Un par de paradas más y el subte llega al multicultural Jackson Heights. Es uno de los barrios más diversos de Nueva York, uno de los barrios más diversos del planeta. El bar de La Guerra de las Galaxias a cielo abierto. Calles y más calles pobladas por decenas de colectividades. Llegaron de Asia, África, Sudamérica y mucho más allá. La mitad de su población de más de 150 mil habitantes nació fuera de las rígidas fronteras estadounidenses. Caminar por la calle 74, donde hicieron patria los migrantes de la India, es un viaje de ida a Nueva Delhi. En la 73 se amucha la colorida colectividad bengalí y sus marineros. Sobre la 77 ranchean los hermanos colombianos con sus arepas y mil y un manjares más. Babilonia en gringolandia.
Con una finita nevisca y el puente del metro en las alturas como telón de fondo, en el cruce de la Avenida Roosevelt y la calle 75 me levanta el sacerdote argentino Fabián Arias. Es nacido y criado en Luján, se ganó la moneda durante décadas como docente y catequista. Hace casi 20 años hizo nido en el Norte. Cuenta que se ordenó en una iglesia luterana que está en la zona de Times Square, en el glamoroso Midtown de Manhattan. “Venía de una formación católica muy ortodoxa y acá descubrí otro mundo. Mujeres dando misa, parejas gays en las celebraciones, sacerdotes casados, mucha gente del ambiente de los teatros de Broadway. Una comunidad amorosa, integrada, servicial. Ahí encontré mi lugar”, relata Arias mientras maneja su camioneta por Queens. Vamos rumbo a Corona, un vecindario dominado por migrantes latinos que llegaron a Estados Unidos para hacer realidad el american dream. Aunque para muchos, por la pandemia y las políticas migratorias, el sueño húmedo de progreso se transformó en pesadilla a secas.
Migrar o morir
Huir de la violencia, del narco, de las maras, de la miseria extrema. Huir de la muerte. Dejar atrás la patria, los amigos y la familia para sobrevivir. “Ya no se puede hablar sólo de american dream, eso era en los ’70. No es sólo venir para hacer plata o tener mejor calidad de vida. El que viene de Centroamérica o de México lo hace porque está escapando de la muerte, la pobreza, la falta de trabajo. Quiere seguir con vida”, reflexiona Arias al llegar a Corona.
El padre estaciona la chata sobre la avenida 34, la arteria que cruza filosa la barriada. En el cruce con el Boulevard Junction, emponchados hasta el alma, lo esperan decenas de migrantes. Se acercaron para retirar bolsones de comida. La imagen es digna de la gran depresión. Una postal poco conocida, poco turística, poco digna. El gran imperio norteamericano desnudo.
Las necesidades, dice Arias, son muchas. “Cuando empezó la pandemia, los primeros afectados fueron los migrantes. Al no tener papeles, tienen que trabajar en la construcción, en los restaurantes, en limpieza. Ahí es ‘día trabajado, día pagado’. Se quedaron sin trabajo cuando se cerró la ciudad. Desde el año pasado estamos dando una mano con comida sana y nutritiva. Son miles los que se acercan en Queens, Bronx y Alto Manhattan.”
¿Y la contención estatal? “Hay que decir las cosas como son. Hay una contención del Estado que funciona -sincera Arias-. Pero en la época de Trump se quisieron cortar estos programas de asistencia y ahora con Biden se siguen discutiendo en el Parlamento. Hay muchos demócratas vestidos de republicanos”.
El religioso se pone manos a la obra con sus compañeros. La faena de llenar los bolsones con las preciadas papas, lechugas, sopas en lata, fideos, legumbres, sardinas. Deja una reflexión postrera: “Biden, Obama, Bush, Trump, todos son más o menos lo mismo. Unos con discursos más académicos, otros más brutos. En el fondo, las políticas y las estructuras no cambian. Menos sobre los migrantes, que son tratados como criminales y punto. Va a seguir siendo así, esté quién esté en el poder.”
La fila del hambre
En Queens hace un frío siberiano. La fila para retirar alimentos es una serpiente emplumada de más de 200 metros. Lilia Moreira es una de las tantas mujeres que aguarda con parsimonia a que comience la entrega. La señora de 56 años llegó a las 10 de la mañana con su carrito. A las 3 de la tarde, sentada en el cordón, la ecuatoriana dice que está curtida en el arte de la espera. Hace 26 años, cuando se vino desde Cuenca, espera a que el Estado le entregue sus papeles migratorios en regla. Religiosamente, aclara, todos los martes retira su bolsón: “Trabajé once años en costura, pura maquila, pero enfermé y no más. Mi marido es mecánico, no alcanza. Agradezco esta comida. En pandemia hubo hambre”. La inflación fue otro mazazo que recibieron los flacos bolsillos: 6,6% interanual. La más alta en 39 años. Con las donaciones, sueña Lilia, para la cena va a preparar una generosa sopa de arroz con habichuelas.
Cerquita espera Bernardo Arellano, mexicano llegado hace dos meses desde Puebla. El joven de veintipocos dejó atrás al desempleo, se endeudó por 10 mil dólares con un coyote y cruzó ilegal la frontera por Texas. Dos semanas de terror on the road hasta Queens. “Todavía no tengo trabajo y esta ayuda es fundamental. Ya va a salir algo”, se ilusiona el morocho. Suenan rancheras de fondo y Bernardo dice que extraña horrores a su mujer Cristina y a su hija Emily: “Pero no pueden venir, la frontera es peligrosa”.
Miguel Hernández también es mexicano, de Oaxaca. Igual que su paisano, allá lejos en el ’94, padeció una odisea para atravesar el río Bravo. Tampoco tiene papeles: “Estoy cerca, fifty y fifty. Trabajo como mesero, pocos clientes, seguimos en pandemia”. Lo acompaña su hijo Sebastián, de ocho años, que corretea por ahí: “Biden nos sigue viendo como criminales, pero no lo dice. Trump lo decía sin pudor.”
Don William Ventura pronto va a cumplir 60 años. El dominicano es experto en aguantar el frío neoyorquino. Serán los 48 años que lleva en las islas. Se gana el salario del miedo limpiando vidrios de los rascacielos. “Yes, sir, vine por el american dream. Construcción, supermercado, limpieza, de todo hice. Me alcanza justo para pagar la renta.” Cree que Biden es mejor que el blondo Trump: “Ese tenía two faces, decía una cosa y hacía otra”.
A las 4 de la tarde, antes de que caiga temprano y pesado el manto de la noche, los vecinos empiezan a llenar sus carritos con el morfi. La ecuatoriana María Morales no puede esconder su alegría atrás de la campera, el grueso pulóver y la bufanda. “Estoy muy agradecida con la iglesia y la comunidad. El Estado podría ayudarnos más”, dice la señora. Después encara derechito el boulevard. Un gorrito de lana abriga su cabeza. Lleva zurcida una frase desteñida, algo pasada de moda, melancólica: “I Love NY”.