Una vista nostálgica de ese Montevideo que cada porteño añora, aunque algunas de las historias no las haya vivido.
Fue en esos tablados de Durazno y Convención. A pocas cuadras, la Ciudadela divide dos mundos, dos centros montevideanos. El contradictorio, apasionante y gris, que abraza al Río, el de mitad del siglo XX mixturado con futuro y la ciudad vieja, colonial, que exhibe historia remozada entre nostalgia, negritud y turismo.
Los ventanales dan a la renovada calle Ituzaingó. El capuccino explota sobre la mesa añeja del Bar Brasilero. En ese rincón, en esas sillas Thonet que crujen, se sentaba Eduardo. Así lo llama uno de los integrantes de Tiempo, que trabajó con él, con Galeano, con quien preparaban una comidita en su casa, almorzaban y se iban al Diario Época, que dirigían. Se conocían de la redacción de El Sol, donde el autor de Las venas… empezó como dibujante. Allí, en la mítica Casa del Pueblo, de Calle Soriano, medio siglo después, sigue funcionando la sede del Partido Socialista.
En esa mesa, mirando a la esquina de 25 de mayo, se sentó Galeano durante décadas, todos los miércoles, acompañado o solo, iluminado por lamparillas de apliques originales que conviven con toques art nouveau. Decía que en ese bar hallaba «el tiempo para perder el tiempo». Sólo dejó su cafecito con medialunas y la lectura de los diarios, siempre de atrás hacia adelante, cuando colgaba el cartelito «Cerrado por fútbol» en su casa de Malvin, frente a la playa Buceo. Se recluía para devorar los partidos de los mundiales, no sólo los de la Celeste.
En Montevideo no se fuma en los bares. Pero un fumador empedernido, en 1939, Juan Carlos Onetti, en ese Brasilero que está a punto de cumplir un siglo y medio, pergeñó en dos días de furiosa inventiva, El pozo, la historia de Eladio Linacero, el que describía un largo sueño. En una de las pequeñas mesas laterales, enhebró las primeras frases de esa sórdida narración en un breve cuaderno. Pero las palabras desbordaban las hojas y continuaban en la madera, eludiendo la taza de café cargado sin azúcar.
Años después, Idea Vilariño lo sedujo allí, con su mirada achinada; le sonrió allí con su boca afilada, con su amor doloroso.
Mario Benedetti también pisó ese parquet gastado. Tal vez sea real que rodeado de esos fantasmas, imaginó que «tus manos son mi caricia cotidiana», aunque los yoruguas renieguen cuando un argento afirma que el poeta así describió al peronismo: «Sos mi amor, mi cómplice y todo, y en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos». Solía escribir en los bares: pergeñó La Tregua en el Sorocabana de Plaza Cagancha, a la vera de La 18. Perdón, Plaza Libertad, como corrige el experimentado compañero uruguayo de Treinta y Tres.
José Enrique Rodó no sólo le da el nombre a uno de los parques más hermosos, también se inspiraba en ese bar, vaciando pequeños cubiletes de grapamiel guardada en antiguas estanterías, con botellas de vino, medio y medio, mezcal o vodka, que se reflejan el espejo gigante del fondo tras el mostrador.
El Brasilero está a la vuelta de la redacción de La Diaria. Una moza jovencita, de sonrisa abrumadora, con un ojo azul claro y otro rabiosamente negro, sirve el licor y entrega una yapa. Ahí están los fantasmas de Galeano. Él lo llamaba «el último café de los mohicanos, el que sobrevivió al arma fatal del progreso. No convertidos en porquerías de plástico». Fundado en 1877, la época de las pulperías, es el más antiguo de una ciudad con riquísima historia. «En los cafés de Montevideo aprendí el arte de vivir y el oficio de narrar», contó antes de morir en 2015.
Aún quedan varios, centenarios, más o menos intactos, desbordantes de bohemia, relatos y leyendas. El Facal, el Tasende (donde el Pepe, incluso presidente, iba a disfrutar un par de porciones de la mítica pizza al tacho). El Fun Fun, a metros del teatro Solís, con su exclusivo licorcito que parece inofensivo pero que vuela todos los sentidos. Otros, como El Nuevo, donde la orquesta de Roberto Firpo estrenó La Cumparsita, se convirtió en La Giralda y luego fue demolido para construir el Palacio Salvo, que se mira en el espejo del porteño Barolo. Sus faros se comunicaban. Otro lazo entre ambas riberas de un mismo charco.
Ni qué hablar del Barlaputamadre, moderno sólo en promedio de concurrencia, tan desbordante en variedad de frankfurters que La Pasiva; pero con una picada menos voluptuosa de las inigualables del Hispano.
Sus canadienses al plato nunca serán tan abundantes como los del mítico Bar Brasil, el que está camino al corazón montevideano, el parque Battle y Ordoñez. Allí, en el Obelisco a los Constituyentes, donde La 18 se funde en el boulevar Artigas, a metros de Tres Cruces, hace cuatro décadas se produjo el Río de Libertad. Allí, hace unas horas, el Frente Amplio aglutinó cien mil en un cierre de campaña que intentó remedar los de principios de siglo.
Allí está El Estadio, otro torrente de historia. Para qué adosarle Centenario si es único. Y a pocos metros, el Velódromo. En el playón suena un reproductor. Es la murga La Cayetana: «Mientras dormimos la siesta regresaron / Los que nunca descansan, de nuevo se aprovecharon / Vendieron la promesa de que se venía un cambio / Espejos de mil colores, los mejores cinco años. / El poder corrupto, mil mentiras y acomodos / Ya no hay duda, vinieron y quieren todo / La fruta del árbol se cayó y nos dimos cuenta / Repiten el molde, volvimos a los ’90».
El botija que vende libros de segunda mano baja el volumen del parlante y jura que lloró en el acto del FA. Cuenta emocionado: «Vamos a volver. Vine con mi abuelo, que fue tupa como el Pepe, y con mi viejo, obrero y del MPP como el Pepe. Volvemos, cumpa, volvemos… Y el Pepe se queda siempre con nosotros».
Cuando ambos nos secamos las lágrimas, surgió otra vez Eduardo. El botija mostró que tenía un ejemplar de Memoria del fuego, y lo cedió, como quien entrega amor. Recomienda la urgente lectura de un oriental actual, Mario Delgado Aparaín.
Después, inevitable, la charla pasó por el fúbol… La Celeste, Bielsa, su corazón manya vapuleado y el orgullo por su otro Estadio, el Campeón del Siglo. Y otra vez el Frente. Y la despedida que todavía rebota en el alma: «Vamo’arriba…».
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