Nada será peor que con Trump. Aunque el futuro gobierno ya anunció protecciones temporales y legalidades provisorias, quien fuera vice de Obama y su encargado de la política migratoria, propició por entonces récord de deportaciones, en su gran mayoría centroamericanos.
Entre los de adentro están, primero, los inmigrantes. Los que construyen las casas, los que las limpian, los que destapan las cañerías, los que cosechan, los que tienden las camas de los hoteles y lavan los platos de los restaurantes. Los necesarios, los que hacen lo que los norteamericanos no quieren hacer. Aunque sin dar señales de cómo sería su proyecto, el futuro presidente dio a entender que está considerando un plan para salvar de la deportación a más de un millón de inmigrantes de Honduras y Guatemala que, de ser expulsados, como lo proclama Trump, irían a dar con sus huesos a países que el último noviembre, noviembre justamente, fueron arrasados por los huracanes Iota y Eta. A ellos, el equipo de transición manejaría la posibilidad de darles el status de protección temporal (TPS en inglés).
Considerando los antecedentes de Biden y la gente que lo acompañará en sus años al frente de la Casa Blanca (ver aparte) pocos confían en ese gesto de generosidad, tan generoso que les permitiría trabajar legalmente a las personas que ya están en Estados Unidos mientras sus países de origen se vean afectados por desastres naturales, conflictos armados u otros episodios que impidan su regreso seguro. Eso sí, todo tiene su límite, por lo que los TPS se extenderían por un máximo de 18 meses, y “después veremos”, según uno de los integrantes del staff presidencial. Si el futuro presidente aplicara un programa de ese tipo para hondureños y guatemaltecos, los inmigrantes pasarían a ser sujetos de una cuasi revolución, la mayor concesión de TPS de las últimas décadas.
Pero todo tiene sus peros. Los inmigrantes, que aun siendo legales integran la resaca social de la gran potencia, saben quién es Biden, un conservador que desde el Congreso sirvió eficientemente al establishment y que durante los dos períodos de Barack Obama (2009-2017) fue su vicepresidente y encargado de supervisar la política migratoria. En los años de Obama hubo un récord de deportaciones, en su gran mayoría centroamericanos. El 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes, la agencia de noticias AFP citó a un vocero de identidad reservada del nuevo presidente para señalar que, “además de la idea” de regularizar a 11 millones de indocumentados, Biden “dará protección” a los “dreamers” (soñadores), los hoy jóvenes que en las últimas dos décadas llegaron con sus padres siendo niños, fueron separados de ellos y, desde entonces, viven en un limbo.
Si se concretara esa supuesta idea de beneficiar en algo a esa legión de mano de obra barata, Biden deberá accionar, también, sobre una realidad que hizo de los latinoamericanos los parias de la inmigración. Bastan dos datos. Son latinos el 24% de los contagiados por coronavirus y el 14,7% las personas que murieron (esos índices son 2,8 veces mayores que los de los demás blancos). El desempleo latinoamericano, que era del 4,8% en febrero fue del 8,5% en noviembre y, según el Migration Policy Institute, está en crecimiento.
Hay otro gran pero. Si Biden ofrece las certificaciones TPS a hondureños y guatemaltecos, puede (no seguramente) entusiasmar a los demócratas liberales que lo van a bancar desde el Congreso, pero se arriesgará a que las seguras críticas de los republicanos abran un cuadro legislativo complicado. Los demócratas tienen mayoría en la Cámara de Representantes, pero en el Senado están en veremos. Quien tenga la mayoría en los próximos cuatro años depende de cómo se definan dos bancas por Georgia, donde el 6 de enero se votará para ello en una segunda vuelta. Se trata de un electorado conservador que hoy sigue la marea pro Biden pero que bien puede virar si los republicanos concretan una agresiva campaña “meta miedo” contra los inmigrantes. Entonces, todo puede irse al diablo. «
Muchachos no tan buenos
En medio de las ilusiones de muchos que tenían la esperanza de que vendrían tiempos mejores con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca, con un solo gesto, el demócrata sacó de las cabezas de los inocentes esas tontas ideas sólo alimentadas por la convicción de que cualquier cosa sería mejor que Donald Trump. El futuro presidente norteamericano presentó a su equipo de transición, base de su staff definitivo, y sólo con eso dejó en claro hacia dónde apunta. Un tercio de los nombrados proviene del complejo industrial militar, lo que hace pensar que la nueva administración tendrá fuerte impronta guerrera. El futuro no será nada fácil para el mundo y en especial América Latina.
Muchas de las figuras de la transición integran los más sólidos think tanks militares como el Center for Strategic and International Studies (CSIS – Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales), o el Center for a New American Security (CNAS – Centro para una Nueva Seguridad) y Rand Corporation. Otros vienen de las cuatro mayores fábricas de armas del mundo: General Dynamics, Raytheon, Nortrop Grumman y Lockheed Martin. No es un simple dato y dice mucho: desde Ronald Reagan (1981-1989), Estados Unidos ejecutó constantes ataques e intervenciones. Sin embargo, en los años de Trump esa lógica fue interrumpida, priorizó el ahorcamiento por vía de bloqueos y otras acciones económicas.
Biden nombró a un grupo de especialistas en guerras –la mayoría provenientes del gobierno de Obama– como responsables de la elaboración de su agenda. Entre ellos hay un caso emblemático, el de Lisa Sawyer, encargada además de armar el Departamento de Defensa, el Pentágono. Su pasado la condena: Sawyer fue directora de asuntos estratégicos de la OTAN, miembro del Consejo de Seguridad Nacional y consultora de política exterior del JP Morgan Chase. Desde el CNAS participó del diseño de los métodos de guerra económica de Estados Unidos para desestabilizar países, Venezuela en especial. Es una impulsora del envío de armas a Ucrania para “frenar la agresión rusa”.
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